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Entre la quietud y el quietismo

Para los poco avisados, quizás por aquello de las prisas intelectuales, ambos términos pueden parecer de igual significado. No es así, desde luego, al menos desde el presente punto de vista. La quietud viene a suponer sosiego, reposo, tranquilidad, aplomo. La quietud también aporta garantía de flexibilidad y capacidad de adaptación, de acuerdo con las circunstancias imperantes. No es el inmovilismo su cualidad esencial. En absoluto. Tanto en la vida político social como en la individual y, aquí bien que importa, en el toreo. Bien lo definió José Daza, agudo tratadista del toreo, allá por las calendas de la segunda mitad del siglo XVIII, cuando afirmaba que eran las «sosegadas prisas» los fundamentos de ese arte entre el toro y el torero. Es más, ya las más conspicuas tauromaquias adoctrinan sobre «parar los pies y ver llegar»: quietud y aguante, emoción de sincera tauromaquia. Toreo sobre las piernas, no con las piernas. Y los brazos en acompasado ir y venir. Quietud...

Devotos de esa quietud, en grado de notoria intensidad y capacidad, toreros de España, Méjico y Colombia se manifiestan juntos, en franca y solidaria camaradería, en Bogotá para exigir la apertura de aquella plaza monumental, la histórica «Santa María» que, por el quietismo del alcalde bogoteño, un tal Petro, permanece cerrada a pesar de, y en total desacato, sentencia judicial en favor de su reapertura. Eso es el quietismo, puro y enfermizo inmovilismo, en que el inmovilista se atribuye capacidad de situarse sobre cuanto se opone a su cerrazón de mente. Logran el poder por sufragio, qué bien les va entonces lo de la democracia, lo de los votos del «pueblo». En cambio, adiós al respeto a la normativa si no conviene a su quietismo autoritario. Con votos o sin votos, el quietismo, incapacidad para la flexible convivencia, pura soberbia, aprovecha impúdicamente la coyuntura favorable, al detentar el poder, para mofarse de esa democracia que le otorgó su representativo cargo. El quietismo es envaramiento, soberbia y, casi siempre, inmadurez por inadaptación. Quietismo, uf...

Y en la dinámica quietud del buen hacer, sosegadas prisas en su devoción de avezado fotógrafo, testigo de tantas ocasiones de las Españas que su larga vida le concedió conocer y dar testimonio, Paco Cano, ese «Canito» de cercanas emociones, recibe el II Premio Nacional de Tauromaquia. Tan merecido. Tan sobrado de méritos. Lo que puede un ojo avizor cuando la experiencia se cimenta, objetivo a punto de veloz y sereno mirar la realidad, a través de una sencilla lente, vibrante en su quietud, a la orden precisa de un maestro de la instantánea. Paco Cano. Alicante. Noviembre.

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