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Estaba cantado que después del rato que nos hicieron pasar el año pasado con aquellas apariciones de Raphael y de Monserrat Caballé, a la agencia encargada no le quedaba otra que tocar la fibra. Se trata de una historia sencilla, que entronca con la precariedad reinante. Un hombre, que se supone que ha tenido que privarse hasta de esa compra en busca de la suerte, observa desde su ventana la alegría de los afortunados que celebran en medio de la nieve el primer premio. La mujer le insiste en que se acerque al bar a felicitar a su amigo el dueño. Baja con una carita que es para verla. Accede zombi al local entre la locura desatada y se adentra hasta la barra en busca del objetivo. Allí felicita a Antonio quien, al compás del mogollón, le ofrece una copita pero él opta por café al que, esforzándose lo suyo, no le pone arsénico. Como el clima resulta superior a sus fuerzas, Manu pide enseguida la cuenta y el colega de los buenos clientes le dice que son veintiún euros: el café y el sobre con el décimo que le tenía reservado.

La historia, que es de lo más sencilla, emociona y duele. Los comentarios en la red, que como saben es un mundo también salvaje, van desde ensalzarlo por todo lo alto hasta abominarlo de manera criminal. Entre los cientos que me he echado a la cara, me quedo con el siguiente: «No sé qué aportará, pero el protagonista -igual que otros y en otros oficios- merece su propio anuncio. Se trata de Alfonso Delgado, tengo el honor de ser su amigo y es uno de los mejores actores que hay, aunque desconocido para el gran público. Lleva luchando toda la vida, recorriendo escenarios y sets de rodajes en los que deja su maestría con esa voz increíble que posee. Sin embargo, cualquier musculitos y demás, sin dicción alguna, acapara producciones y cachés». Y eso, claro, sí que es gordo.

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