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Francisco Esquivel

Verso a verso

Lleva con muchos de nosotros toda la vida. Bañó con su Mediterráneo desde el Cabo de Gata a Finisterre y desde Formentera a Cancún. Lo suyo fue un rayo de luz en medio de la penumbra, una caricia tras otra, la brisa. Cuando a aquel chaval de la peca se le prohibió el regreso durante unos meses, tiempo después de la revolica montada con el circo eurovisivo, fue otro de los anuncios patentes de que el sistema de control andaba resquebrajándose definitivamente. El tipo era peligroso, sí, pero toda esa munición la envolvía en una dulzura a la que no resultaba sencillo atacar. Pero se hizo. Y lo hicieron porque, ya para cuando hubo de quedarse embarrancado en Méjico, había rescatado del olvido a dos de las grandes víctimas de la incomprensión como fueron don Antonio Machado y Miguel y los puso al alcance de todos los públicos. Bendito nano.

Pero la mayor bendición para su legión de fieles ha sido disfrutarlo sobre el escenario con esa apostura que se gasta el gachó. No recuerdo haber visto a nadie de oficio alguno dominarlo como él lo hace. Con esa calidez, con esa complicidad, con ese saber estar. Se acerca uno como se va al encuentro de alguien de la familia a quien se aprecia y se quiere por una sencilla razón: porque de sus recitales se sale reconfortado. Pletórico, mejor. Y, aunque no lo hayamos frecuentado en las distancias cortas, convencido de que lo que transmite es porque cree en lo que compone. En esa denuncia permanente de los impostores y de los que han hecho del abuso una profesión; en esa mecida fraternal para con los desfavorecidos y en ese abrazo eterno hacia los poetas que vieron descerrajarse sus pasos por el formidable delito de pretender iluminar la noche a golpe de soneto. Sí, hay quienes llegaron a creer que el que nos iba a gobernar era Joan Manuel Serrat. O el espíritu al menos. Pobretes.

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