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Juan R. Gil

Superman llevaba capa, ca-pa

El exmagistrado del Tribunal Constitucional Vicente Gimeno Sendra ha propuesto, en un artículo publicado en una revista profesional, que los jueces de instrucción puedan suspender cautelarmente en el ejercicio del cargo público a aquellos políticos que hayan sido imputados por presunta corrupción. El presidente de la Audiencia Provincial de Alicante, Vicente Magro, alabó el jueves esta propuesta y le dio todo su apoyo. Como una mancha de aceite extendiéndose, el viernes ya era la asociación de abogados jóvenes, además de unos cuantos profesionales a título individual, la que se apuntaba a la fiesta. Socorro. Llamen a monsieur Montesquieu, s'il vous plaît.

Quien me conozca sabe del respeto que me merecen por sus trayectorias profesionales personas como Gimeno Sendra y Vicente Magro, colaboradores ambos, uno esporádicamente y otro con más asiduidad, de INFORMACIÓN, cuyas páginas enriquecen. Comparten los dos una cualidad extraña por desgracia en el mundo judicial: no se esconden tras los códigos, sino que se enfrentan con los problemas que una sociedad tan cambiante como la actual plantea y buscan encontrar soluciones para cada nuevo reto en el ámbito del Derecho. Precisamente por eso me parece más preocupante la propuesta que uno ha hecho y otro ha respaldado públicamente sin perder un segundo.

Vivimos tiempos difíciles. No para la lírica, como dijo aquí, en Alicante, esta semana que acaba, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy; sino para la política. Y eso nos debería mantener en alerta a todos, porque al fin y al cabo la política no es un ejercicio arribista ni muchos menos denigrante, sino que es el elemento que condiciona nuestras vidas, y lo puede hacer para bien o para mal. Por eso resultaba profundamente estúpida esa frase que tanto se oía antes -y que, por fortuna, tan poco se oye ahora- pregonando el «yo paso de política». Nadie puede pasar de ella, por la sencilla razón de que ella jamás pasa de nadie. Pero el renovado interés por la cosa pública puede llevar incluso a los más lúcidos al exceso, y más en un país de honda tradición pendular como éste.

Los escandalosos casos de corrupción que continuamente saltan a la opinión pública, en medio de una de las peores crisis económicas y sociales que ha vivido este país en su historia reciente, han colmado la paciencia de los ciudadanos. Con razón. La increíble parálisis de los grandes partidos, incapaces de dar una respuesta seria, contundente pero, sobre todo, coherente, al barrizal en el que nos han metido, no ha hecho sino agravar la sensación de desamparo y de frustración de la sociedad. Pero la indignación conlleva también un riesgo: el de encaminarse por derroteros peligrosos para la propia esencia de la convivencia; el de dar por buena la pérdida de derechos fundamentales a cambio de un supuesto mejor gobierno.

En estos momentos, del Rey abajo, en España no hay un solo dirigente político capaz de marcar la agenda. No, Pablo Iglesias tampoco. Lo que hace es dejarse encumbrar por ella; aprovechar la coyuntura, pero no determinarla. Aquí, por mor de todo lo antedicho, por esa conjunción letal de crisis, corrupción y ensimismamiento doloso de los grandes partidos, la agenda pública sólo la determinan los jueces con las investigaciones y las resoluciones que cada día dictan. ¿Eso es malo? Tanto como operar al paciente con un hacha.

Estamos desde hace tiempo bordeando el gobierno de los jueces. No es una experiencia desconocida en política. Hace unas décadas, por una concatenación de hechos muy similar a la que padecemos aquí, aunque más sangrienta, Italia pasó por un trance parecido. ¿Recuerdan? Tangentópolis le llamaron a aquello. Cayeron los principales partidos, víctimas de la corrupción, pero también de un sistema judicial que, valga la aparente redundancia, decidió tomarse la justicia por su mano, en un ejercicio seguramente loable en origen, pero que a la postre se demostró perverso. Las dos grandes fuerzas sobre las que Italia se había reconstruido tras la Segunda Guerra Mundial, la Democracia Cristiana y el Partido Comunista, desaparecieron, y la tercera pata de aquella mesa, el partido socialista, aún anda haciendo ejercicios de transformismo. ¿Acabó bien aquel auto de fe? Acabó con Berlusconi en el poder. Un pan como unas hostias.

¿Quiere decir esto que los corruptos no deben pagar lo que han hecho y que quienes los promovieron y sostuvieron en los cargos no deben asumir también responsabilidades? Claro que no. ¿Estoy abogando por algún tipo de impunidad para ellos? Caiga todo el peso de la ley o, como diría el otro, no haya paz para los malvados.

Lo que digo es que el sistema democrático se cimienta sobre la separación de poderes. Y que lo que hemos podido comprobar es que derribar los diques que mantienen esa separación sólo provoca una riada peor que la que se pretendía evitar haciéndolos reventar. Quiero que los policías y los fiscales persigan a los delincuentes, políticos o no, y que los jueces los condenen si son considerados culpables dentro de un procedimiento que cuente con todas las garantías. No quiero vivir en un país de linchamientos ni tampoco quiero que me gobiernen los jueces, porque no los elijo ni los puedo relevar.

No me parece razonable que un exmagistrado del Constitucional o que un presidente de una Audiencia, que además ha sido senador y que ha optado a las más altas magistraturas de este país, propongan para salir de esta situación que se les conceda el poder de torcer la voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas, sin una condena firme. No es así como se solucionan las cosas. Para evitar situaciones como las que vivimos no hacen falta más atribuciones, sino más medios. Juristas respetables como Gimeno y Magro deberían pensarse si su mejor servicio a la sociedad no sería, en lugar de reclamar más poder, exigir con mayor ahínco más dotaciones. Porque es cierto, por ejemplo, que la situación de parálisis que Alicante sufre por culpa del «caso Brugal» es insoportable. Pero no lo es menos que no estaríamos en la tesitura que estamos si el citado caso, en lugar de acumular nada menos que seis años de instrucción sin que se le vea el final, hubiera podido ser juzgado en seis meses o en un año. El Legislativo es el poder que representa la soberanía popular; el Ejecutivo, en puridad, da cumplimiento a esa voluntad expresada en las urnas y representada en las Cámaras. Y el Judicial garantiza el cumplimiento de las leyes y la igualdad de todos los ciudadanos en un Estado de Derecho. Todo lo que sea que uno de los poderes invada el territorio del otro es tener una democracia enferma, que no es digna de tal nombre. Necesitamos, hoy más que nunca, personas sensatas y que sepan cuál es su trabajo, no superhéroes. Superman llevaba capa, repito, ca-pa. No toga. Convendría que nadie lo olvidara.

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