Confieso que mis aproximaciones al mundo del toro se quedan en el Bilbao de finales de los años 70 cuando mis padres me llevaban a ver en verano los espectáculos del Bombero Torero en la plaza Vistalegre (con arena negra que por eso somos tan peculiares), los viernes cuando recibimos en la redacción al «maestro» Miguel Lizón, fiel a su cita dominical con los aficionados, o la expectación con la que vive mi hijo las Hogueras y, él sí, su afición por los toros y, entre otros, por José Marí Manzanares, el hijo de José María, cuyo llanto por la muerte de su padre he de decirles que me ha impresionado.

Y me ha impresionado porque me ha devuelto de golpe al día en el que perdí al mío, que se fue a muchos kilómetros de distancia y con el que no pude estar en sus últimas horas. De la relación de los hijos con el torero que desde esta tarde descansará para siempre en su tierra se ha dicho mucho, sobre todo se ha hablado mucho, tanto, que los comentarios han llegado, incluso, a los que no sabemos ni lo que es, prácticamente, una chicuelina. Chorradas. Las imágenes captadas en la capilla ardiente dejan claro que, pese a las posibles diferencias, como en todas las relaciones, ahí había cariño y a mí, que quieren que les diga, me han emocionado. Soy así. Descanse en paz.