Nunca fui amigo de José María Dols Abellán. No sé si conocía mi nombre, ni tan solo si lo relacionaba con mi cara. No me importa. Solo pude entrevistarle por teléfono una vez, diez años atrás, con motivo de su vuelta a Alicante. Siempre me quedará pendiente otra conversación cara a cara, que su introvertida personalidad truncó. Quizá todo ello me facilite ponderar su faceta taurina con el sosiego que otorga la distancia emocional. Más allá de como alicantino, he sentido su marcha por formar parte de ese acervo vivencial que todos tenemos y que nos configura como personas. La sensibilidad artística se va forjando con las experiencias que de tal calibre van jalonando nuestras vidas. Lloro su muerte como lloré la de Gabriel García Márquez, la de Camarón, la de Morente, la de Pepe Luis, la de Carlos Berlanga, la de Paco de Lucía, la de Joaquín Vidal, la de Moraíto Chico, la de Enrique de Melchor, la de Mario Benedetti, la de Vázquez Montalbán... y tantos que se me olvidan en estos momentos y que fueron moldeando, sin saberlo ellos ni yo, un espíritu sensible en mi interior que determinaría cómo, cuándo, dónde y ante qué realidad emocionarme sin límites.

La diferencia entre una tela manchada y una obra de arte pictórica, entre el simple ruido y una bella composición musical, entre un montón de palabras huecas y un sobrecogedor texto literario, es la misma que existe entre el concepto de lidia y el de arte del toreo. No cabe mayor justificación para el sacrificio del animal. Y todo ello depende de sensibilidades. No se es mejor ni peor persona por no compartir esas emociones en una u otra disciplina. Y en el caso del toreo, pocos como Manzanares han pasado esa línea invisiblemente rotunda que convierte la faena en milagro, el pase en embeleso, el capotazo en mágica conmoción.

Algunos momentos de contemplación del toreo del desaparecido artista alicantino los comparo en intensidad al pasmo que sentí cuando descubrí estupefacto el retablo de Isenheim en Colmar, o cuando leí El árbol de la ciencia de Baroja, o cuando escuché por vez primera un Nocturno de Chopin, o aquella noche en la que dudé si Paco de Lucía tenía solo cinco dedos en cada mano, incluso escuchando el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz en la voz de Enrique Morente con los ecos de la Concatedral de San Nicolás, la misma en la que en la mañana de hoy despedirán los restos de Manzanares.

Tristes momentos de adiós como el de hoy le hacen a uno revivir su archivo particular taurino, aquel que le ha moldeado como espectador y aficionado. Echa uno melancólica vista atrás y aparece entre la nebulosa un natural eterno ante el toro Piano, de Guardiola, en Ronda, al que lograría salvar la vida allá por septiembre de 1989; una tanda de derechazos rotos y un cambio de mano que todavía hoy dura ante un astado de Jandilla en su encerrona con seis toros en Alicante el 4 de agosto de aquel año; dos verónicas de seda y una tanda de naturales desmayados al toro Ganador, de Domecq, en la feria de Murcia de 1994. Las imágenes revolotean en mi mente, incluso las que el milagro de la tecnología nos ha acercado, como aquel quite por chicuelinas «de la escoba» a un toro de Manolo González, la intensidad de la faena a Hermosillo, del mismo hierro, que le abrió su última Puerta Grande en Madrid en 1993; o el concierto de su última obra inconclusa, en la feria de Algeciras de 2005 ante un Cuvillo de nombre Andadoso. Tantas instantáneas inconexas que se mezclan con otras vividas de Rafael de Paula, Curro Romero, Ramón Escudero, Julio Aparicio, Juan Mora, incluso no contemporáneos como Ordóñez, Manolete, Pepín Martín Vázquez, Chenel... y pocos más. No todos los que se visten de luces están tocados por la varita, qué va.

Quién sabe del interior del artista, las cimas y simas que pueblan sus mundos recónditos. Quién sabe si Manzanares murió solo o en soledad, si buscó su destino o le salió al paso, si se llevó algún secreto o se fue colmado con su obra. El arte del toreo es tan sublime que muere casi en el mismo momento de nacer. El vídeo, la fotografía, dejan cierto rastro, alguna proyección incompleta, pero no pueden recoger la complejidad del ambiente, el sonido, la arena, el clamor, la tercera y hasta la cuarta dimensión en que se mueven, de vez en cuando, toro y torero. Manzanares vivió en esa zona exclusiva de los privilegiados con frecuencia, y por eso se convirtió en faro y guía del toreo moderno, del universal, del imperecedero. Conocía tan bien la técnica que entendió como secreto de su esencia taurina la vuelta a la naturalidad, lejos de la sola elegancia tantas veces cantada y los falsos ropajes y oropeles, igual que Juan Ramón entendió la poesía. Ritmo, cadencia y compás, y tersura en las telas, y despaciosidad en el vuelo; hacia esas coordenadas viró su exquisito concepto de un arte en el que se erigió como espejo de futuro, maestro de maestros, en el sentido pleno de la palabra.

Más allá del reconocimiento institucional por la Medalla de la Bellas Artes que recogió en 2006, Manzanares pervivirá como intérprete sublime por todo aquello que transmitió con el pincel de su muleta y la paleta de su capote. A aquel que vaya buscando armonías, que se pare un ratito en la memoria visual de este alicantino. Su manera de torear se convirtió en una dulce melodía, en esa música callada que vislumbrara Bergamín en el toreo. Su paso por este mundo ya es historia, y ella será quien marque la verdadera importancia de cuanto realizó. Para la mayoría de los que disfrutamos su obra, el recuerdo está ahí, y es el consuelo que ya sentenciara Jorge Manrique para los que se quedan. La soledad del artista que deja en soledad el arte. Gracias por todo, maestro. Y hasta siempre.