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José María Asencio

Valenciano y diccionario

Leo que el Consell, reincidente en esta actitud, ha instado a la Real Academia de la Lengua a adaptar el diccionario al Estatuto de Autonomía, de modo tal que califique el valenciano conforme a los designios y decisiones políticas, no de acuerdo con las reglas que inspiran la elaboración de un texto que, parece obvio, se confecciona conforme a criterios alejados de conveniencias, posicionamientos o directrices políticas. Pero, para el Consell, manteniendo y no enmendando una conducta que se repite desde el principio de los tiempos, toda ciencia o arte, parece ser, ha de subordinarse a las lucubraciones o imposiciones políticas de un momento, transitorias, coyunturales y escasamente imparciales. Las determinaciones del gobierno regional, aunque deriven de una ley que, como todas, se limita a consagrar una decisión de naturaleza política, deben imponerse a las reglas de la gramática, de la filología y por qué no en la misma línea, de la filosofía, de la historia y del derecho.

Exactamente el mundo al revés. Porque lo lógico sería que las leyes se acomodaran a la realidad y no la pervirtieran por razones de oportunidad. Lo lógico es que si los filólogos, estudiosos y expertos en la materia, consideran al valenciano una modalidad, dialecto o simple habla del catalán, los políticos respetarán lo que a ellos solo compete regular legalmente adaptando lo que es en esencia a la ley, no supeditando la verdad a los intereses más inmediatos. La ley puede servir como instrumento de cambio social, pero, normalmente, suele representar y ser reflejo de lo que existe, de lo que crean las personas. Pretender que sea la ley, adoptada por mayoría, la que regule realidades deformadas o manipuladas es absurdo.

El valenciano es catalán según han manifestado hasta la extenuación quienes tienen capacidad para hacerlo, de un lado y otro del espectro político y anteponiendo su oficio y conocimientos a las instrucciones recibidas y a los favores obtenidos. Renunciar a la ciencia poniéndola al servicio de órdenes particulares y sectarias no sólo constituye un golpe a la profesión que se ejerce, sino un ridículo que acompaña al presunto intelectual para el resto de sus vidas; un golpe a su auctoritas. Que haya quien entienda que el valenciano es lengua ajena absolutamente al catalán, merece respeto aunque yo, que no soy valenciano parlante, no vea esa independencia por ningún lado. Habría que analizar, no obstante, si esta posición deriva de un estudio serio y riguroso o simplemente constituye obsecuencia hacia el poder. Peor es sin embargo, mantener el argumento de supeditar la incardinación de un idioma en un lugar inadecuado por motivaciones políticas. Quien así procede descarta todo debate sobre la cuestión, lo ignora, aunque indirectamente esté reconociendo la identidad material, pues solo quien no puede sostener la diferencia arguye razonamientos legales frente a razones de fondo.

Habrá quien crea que ha de actuarse de este modo para evitar que se hable de los países catalanes, de independencia o de actuaciones comunes con Cataluña y Baleares. Lo que sucede es que eso es matar moscas a cañonazos y un absurdo. Que históricamente fuéramos un solo reino, el de Aragón, no de Cataluña y tuviéramos una única lengua, no significa que en el presente o en el futuro, la identidad idiomática nos deba conducir a la unidad política. De ser así toda Sudamérica estaría en camino de integrarse en un solo Estado. Tuvieron un pasado común y poseen, sin discusión, un mismo idioma.

Ni es necesario diferenciarse contra la historia y la realidad, ni lo es hablar de identidad de destino, como hacen los del otro arco, tan extremos como éstos, por, entre otras cosas, hablar una misma lengua. El pasado no conforma el futuro tras tantos siglos de caminar cada cual por su lado, máxime cuando la ciudadanía valenciana no es, ni por asomo, partidaria de la creación de los llamados países catalanes.

Se trata, pues, de normalizar lo que es normal, de aceptar la realidad y de no intentar deformarla por razones ajenas a la cuestión que se aborda. Cada cosa tiene su espacio y la simplificación es siempre la mejor de las soluciones. La complejidad con la que se revisten ciertas decisiones no es sino necesidad de crear artificialmente problemas donde no los hay para ocultar los que existen. Una forma de insuflar el ánimo y confrontarlo con otros que hacen lo mismo. Una manera de renunciar a la moderación en asuntos que exigen sosiego, reflexión y no exceso verbal, del que tan sobrados estamos en estos tiempos aciagos en los que los políticos ven próximo el éxito o presienten la soledad de la poltrona abandonada.

El valenciano es lo que dicen los especialistas, es decir, los filólogos y no lo que quieren los partidos políticos. Al igual que el sol que nos alumbra a todos es el mismo aquí, en Cataluña o en Madrid, aunque una ley pudiera decir otra cosa. Tan irracional es votar sobre la naturaleza de una lengua, como hacerlo sobre el astro rey.

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