Finales de los cincuenta, principios de los sesenta, por el paseíto solía venir un hombre vestido con harapos, moreno de sol y suciedad, barba de días y mirada cansina. Llevaba al hombro un hatillo lleno de regaliz que nos cambiaba por pan duro. Mi madre me dijo que era un pobre. Fue la primera vez que tuve conciencia de que había gente a mí alrededor que pasaba hambre, que vivía en la indigencia, que era pobre. Pobreza, un concepto fuera de mi universo infantil que con el tiempo fue teniendo sentido y adquiriendo conciencia. Mis pasos y mi mente se encaminaron hacia la solidaridad con los menos favorecidos, con los pobres de la gran ciudad.

Por desgracia aquella pobreza, que nunca se fue del todo de nuestro lado, muy cercana a nosotros, parece haber ganado otra vez las calles de la gran ciudad. Pobreza que en los últimos años avanza entre nosotros como si de una pandemia se tratara. Familias sumidas en la desesperación vital de no poderse valer por sí mismas para superar ese umbral de la pobreza que los sociólogos trazan con una línea imaginaria entre aquellos y nosotros. Niños dependientes de la caridad, de la solidaridad, en cuyo núcleo familiar no hay ni lo básico. Pobres, indigentes, que toman las calles como refugio al raso para subsistir día a día, sin futuro, sin esperanza. Recolectores de contenedores que se disputan los desperdicios.

Hace escasos días entraba a comprar en unos conocidos supermercados con mi mujer cuando nos asaltó un hombre con una bolsa con el fin de que compráramos lo que pudiéramos para el Banco de Alimentos. A la salida, le dimos la bolsa con arroz, harina y azúcar. Entre los voluntarios se encontraba Virginia, buena amiga y mejor persona, que con pesar nos dijo: este es el error de mucha gente que da de buena voluntad, necesitamos alimentos cocinados, botes de legumbres cocidos, latas, leche. A quienes van dirigidos los alimentos no tienen ni para cocinar. A los pocos días, leo que Cáritas pide lo mismo a través de los medios de comunicación. Familia­­s que al llegar el ocaso se alumbran con velas, niños que deben aprovechar hasta el último rayo de sol para poder hacer los deberes.

Los pobres están entre nosotros. Si nos damos la vuelta, si miramos atrás, los veremos en toda su crudeza. Oleremos ese hedor acre que desprende su pobreza, su estado de necesidad. Necesitamos cooperantes que viajen a nuestros barrios más humildes, en la periferia de la ciudad. Allí encontrarán gente desesperada que vive en la amargura de no saber si al día siguiente podrá comer, si sus hijos podrán alimentarse, si tendrán agua, si tendrán luz para verse en las tinieblas de su mísera existencia. Son tantos que ya forman legión, esa famélica legión que en un himno los hombres y mujeres del mundo se comprometieron a erradicar de la faz de la tierra, pero que no supieron hacerlo ni allí donde practicaron sus políticas.

Hogares con riesgo de exclusión social, hogares que malviven bajo el umbral de la pobreza, son miles, son muchos para que nuestras conciencias soporten una injusticia social tan cercana, tan próxima a nuestras vidas en crisis, pero al fin y al cabo, vidas, con problemas, pero vidas. Lo de ellos no es vida, es pura supervivencia. Pobreza, cualidad de las personas que tienen escasez de lo más elemental que necesita el ser humano. Pobreza que los pobres de nuestras ciudades comparten con millones de seres humanos repartidos por el planeta. Pobreza cuya erradicación la ONU consagra todos los 17 de octubre para intentar concienciar a los países, a la humanidad entera, en el compromiso ineludible de batallar con denuedo por reducir al máximo sus índices. Pobreza, escaso haber de la gente pobre.