Un joven monitor de tenis grababa con su cámara de súper 8 un entrenamiento de Guillermo Vilas al comienzo de los años 80 en las pistas del Club de Tenis Barcelona para poder mostrarlo a los alumnos de su escuela. La valla metálica verde dificultaba la filmación, de modo que decidió entrar en la pista y permanecer agachado en una esquina de la oscura arcilla de la cuna del Godó con su vieja cámara en «rec». Vilas golpeaba de drive y de revés como un autómata intentando afinar los golpes ante la atenta mirada de su entrenador Ion Tiriac, el mismo que hoy controla suculentos negocios entre los que está el Máster 1.000 de la Caja Mágica de Madrid. De pronto, el controvertido entrenador de bigote de herradura paró el entrenamiento y me señaló con el dedo la salida de la pista. Así lo hice, su mirada fulminante no dejó lugar a dudas, pero por unos momentos compartí el zumbido de la pegada del zurdo de Mar del Plata, el olor a linimento, el enfado de Tiriac. Constaté que el rumano inmisericorde no se casaba con nadie ni entonces ni ahora, que se lo pregunten a Nadal, comprendí que Vilas, la pareja de Carolina de Mónaco, según publicaban las revistas de la época, necesitaba pegar durante seis horas al día para mantener el nivel. Lo suyo tenía mérito, era un titán, que carecía del talento de otros tenistas como Orantes, José Luis Clerc, Ivan Lendl, Mats Wilander, Balázs Taróczy o Pavel Slozil, lo suplía con una disposición ciega al trabajo. Traigo la anécdota a este espacio porque creo que el tenis en pleno auge de popularidad es aún un deporte por conocer. Todos hablan deFederer, Djokovic y Nadal, pero pocos conocen el precio que pagan por estar al máximo nivel físico, mental y anímico y poder competir sobre todo contra sí mismos, como no se cansa de repetir Andre Agassi en su libro «Open», de obligada lectura para comprender la fragilidad de los números uno. Valencia acoge a partir de este fin de semana su Open 500 y veremos si es el último que se celebra aquí, porque si no aumenta la ayuda económica de la Generalitat es inviable. Con todo, su director deportivo, Juan Carlos Ferrero, ha reunido un cuadro de primer nivel, ayudado por las premuras para acceder al Masters. El escenario es un año más el Ágora, que dota al torneo de una prestancia singular, aunque quizás los clásicos echen de menos pasar el día completo en un club con sus ídolos, como ocurría hace unos años en el Club de Tenis Valencia. Pero nos hemos refinado, en Madrid tienen su Caja Mágica y nosotros la plaza cubierta deseñada por Calatrava. Sea como fuere, el circo del tenis ya está aquí y ofrece una gran oportunidad para traspasar el aura del espectáculo e indagar en la esencia del tenis, en el factor humano, en las historias personales que hacen que este deporte sea único. Quizás vean el alivio o el tormento personal en la lucha con un contrincante al otro lado de la red, con el que no se cruza palabra alguna, o quizá adviertan la disputa más intensa, la que se libra contra uno mismo, esa en la que no se para de hablar, antes, durante y después del partido. Atrás quedaron las raquetas de madera y el aluminio, que han dejado paso a materiales espaciales y personalizados. Los jugadores de hoy son tan atletas que el tenis potencia parece una versión ampliada del ping pong. Cada vez golpean más fuerte y más preciso y eso no siempre facilita el espectáculo. Y lo hacen pisando la línea de fondo o dentro de la pista, vean a Djokovic y a Federer, con lo que la cancha cada vez parece más corta. Los mandamases de esto lo saben y por ello buscan la manera de que haya más peloteo, más variedad de golpes, ralentizar un tanto el juego. De momento sólo pueden hacerl0 con la superficie de las pistas. Les preocupa que haya jugadores kamikazes, a dos o tres tiros, que buscan una balanza de aciertos y errores favorable. Esto se ve mucho en el tenis femenino. Los responsables ATP saben que en algún momento habrá que actuar porque pagar una entrada por ver aces y tiros directos a las líneas no parece rentable, sobre todo para los que recuerdan que el tenis ha sido siempre variedad de golpes, astucia y estrategia. La superficie dura acrílica sobre madera del Valencia Open 500 es rápida, pero deja jugar. Si tienen la oportunidad, acudan al Ágora a ver a Ferrer, Murray, Bautista, Isner, Fognini, Anderson, Feliciano, Robredo, Dolgopolov, Kohlschreiber, Mayer, Simon, García-López, Youzhny, Giraldo, Verdasco, Chardy, Seppi, Tursunov, Melzer y Berdych. Y miren más allá, porque tras el brillo de sus raquetas hay seguro una intrigante historia personal.