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Javier Llopis

Con el agua al cuello

Javier Llopis

Derecho divino

Lo que escandaliza es la avidez; la patológica avaricia de unos personajes capaces de gastarse cientos de miles de euros del contribuyente en tiendas de lencería, en copas o en costosos safaris en el África austral. A la gente normal, a los que capean el temporal desde la prosaica sordidez de sus nóminas, le sorprende que unos tipos que cobran unos sueldos millonarios sean capaces de apurar hasta extremos vergonzosos las prebendas económicas procedentes del privilegio de estar subidos encima del machito. A la gente normal, la que se compra las bragas y los calzoncillos en la mercería del barrio, le choca que estos santos y bien pagados varones sean capaces de perder su prestigio personal y de destrozar sus carreras a cambio de darse el gustazo de comerse por la cara una mariscada con los amigotes.

Precedido por innumerables casos de corrupción política, el escándalo de las tarjetas opacas de Caja Madrid y Bankia nos ha vuelto a colocar nuevamente ante este indescifrable misterio. Ante nuestras miradas de asombro desfila un séquito de potentados y de tipos con la vida perfectamente resuelta; que a pesar de eso, están dispuestos a perpetrar las peores tropelías para beneficiarse de su situación de poder y exprimir hasta el último euro de un dinero que no les pertenece. La pregunta es inevitable ¿qué extraña dolencia psiquiátrica afecta a estos hombres tan bien trajeados, qué irrefrenable pulsión ha hecho posible que estos padres de la patria hayan saqueado los bancos y las cajas, utilizando además unos métodos burdos y chapuceros absolutamente impropios para una persona de su relevancia social?

Aunque las debilidades del alma humana son infinitas, la respuesta a estos interrogantes va mucho más allá de la historia personal de unos vivales que un día deciden meter la mano en la caja y que al final, acaban cogiéndole gustillo al asunto. La persistente acumulación de casos y la institucionalización de este tipo de prácticas de latrocinio nos sitúan ante un fenómeno mucho más profundo, que hunde sus raíces en una manera deformada de entender las obligaciones y las compensaciones del liderazgo político, económico o social. España es un país singular, en el que las personas que alcanzan algún tipo de poder se creen investidas por un derecho divino, que las autoriza a disponer sin ninguna cortapisa de las vidas y de las haciendas de sus conciudadanos. Era así durante los años de la dictadura franquista y así ha continuado a lo largo de más de tres décadas de democracia, sin que nadie haya hecho nada sustancial para remediarlo.

Las hemerotecas de los últimos años, con su intensiva crónica de corrupciones políticas y económicas, están llenas de este tipo de historias, en las que se nos dibuja una singular forma de ver el mundo. Alcaldes de pueblos cochambrosos, con unas partidas de gastos de representación dignas de un sultán petrolero del Golfo Pérsico. Presidentes autonómicos que se construyen estruendosos palacios a costa del presupuesto público. Consellers y ministros, que recorren el país de montería en montería, disfrutando de los placeres de la caza, sin que se sepa nunca quién paga el tiroteo. Directivos de cajas de ahorro con jubilaciones millonarias, sacadas directamente del bolsillo de los sufridos impositores. Y así, hasta el infinito, hasta formar una extensísima galería de los horrores y de los despilfarros, que enfrentada con las miserias de la actual crisis económica, nos provoca una incontrolable oleada de cabreo.

Aunque resulte duro reconocerlo, hay que aceptar que estamos ante una práctica que forma parte de nuestra normalidad. La mejor prueba de ello es que no hay estamento público que haya resistido el examen en profundidad de sus comportamientos éticos. Todos han salido salpicados por la porquería: la política, la banca, los sindicatos, el mundo de la cultura, las organizaciones patronales y hasta la mismísima judicatura.

Mientras la ciudadanía rumia su indignación, por los telediarios se pasean todos los días los cofrades de la red de implicados en el escándalo de las tarjetas negras. Los más chulos (o los más cínicos) aguantan a pie firme el embate de los micrófonos, ponen cara de sorpresa ante la virulencia de las críticas recibidas y se escandalizan de que estemos escandalizados por algo, que para ellos era el pan nuestro de cada día. Ése es el tema.

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