Hoy, en ciertos círculos, se pone en solfa la Transición española que culmina en la Constitución de 1978, y que ahora se pretende identificar con lo que llaman casta y cosas así. No se acaba de entender que la verdadera transición que estamos atravesando, y que está determinando realmente la situación de España y de su futuro, es la transición globalizadora.

La Transición española de 1978 puede que no fuera perfecta, pero trajo consigo la creación de las reglas básicas de convivencia que, a diferencia de otros experimentos de la Historia, ha permitido la expresión democrática del pluralismo, el respeto a un marco exigente de libertades y derechos, y la articulación territorial de España sobre la base del reconocimiento de amplios poderes de autogobierno a los distintos territorios. Ello no significa que no haya aspectos que cambiar o reformar, pero la mayoría de tales posibles cambios tienen que ver (como ya ocurrió con la nefasta reforma del art. 135 de la CE) con la presión que viene de fuera, en este caso, por la procedente de la UE y de los mercados financieros, enloquecidos por obtener ganancias especulativas.

La transición globalizadora no es cosa de hoy o de ayer. Se trata de un fenómeno que tiene más de dos siglos, si bien la vanguardia del proceso está encabezada actualmente por el capital financiero que, a su vez, ha provocado la crisis más letal desde 1929, cuyos efectos son bien conocidos: la erosión de la soberanía de los Estados, particularmente de los integrados en la UE; la pérdida de control de los principales instrumentos de gobernabilidad, transferidos a instancias europeas: la destrucción de los derechos sociales a consecuencia del desempleo, el injusto reparto de las cargas y las medidas que priorizan los intereses de sectores privilegiados. Y, sobre todo ello, la percepción generalizada de que no hay un proyecto de futuro a la vista.

Se produce así la deslegitimación del marco constitucional propio sin que se haya creado en su lugar, como podría ser la UE, una estructura de integración supranacional que asuma verdaderamente las reglas, principios, valores y políticas de una auténtica constitución democrática y social. Hay que recordar que la UE nació con la pretensión, en su primera etapa, de garantizar la paz en Europa y, más recientemente, de fungir como un actor capaz de intervenir eficazmente en el escenario global. Pero en la situación actual, ni el segundo objetivo se ha logrado, ni el primero de ellos está asegurado.

Como ya ocurriera en episodios anteriores de la historia europea, las reacciones de las sociedades ante el bloqueo existente no se han hecho esperar: el repliegue hacia lo local, bajo la forma de los diferentes hiper-nacionalismos y populismos, la tentación de la refundación de los Estados y de la Constituciones (como si éste fuera el verdadero problema), o la proliferación de las políticas de la sospecha a la caza de chivos expiatorios. Frente a ello, lo cierto es que la percepción actual de Europa, abstraída y lejana al sentir de la ciudadanía, no ofrece precisamente un panorama alentador.

Y sin embargo, las alternativas son cada vez más nítidas y más urgentes: o reformar la UE, fortaleciendo sus instituciones y orientando sus políticas a la satisfacción de necesidades sociales, o el desmembramiento de la experiencia europea para caer de nuevo en el localismo nacionalista y populista, en el mesianismo y en el sálvese quien pueda.