n estos últimos años se ha hecho más intensa la demanda de una reforma de la Constitución Española de 1978 debido, a mi modo de ver, a la exhibición por parte del Estado de su debilidad para repeler los efectos de la crisis económica y social. Una debilidad que, a su vez, se ha visto acompañada por el deterioro de las Instituciones y su funcionamiento.

Es cierto que la reivindicación de la reforma constitucional no es nueva, puesto que ya desde hace más de un par de décadas existe un amplio consenso sobre la idoneidad de acometer la reforma del Senado, con la finalidad de que cumpla la función de cámara de representación territorial, e, incluso, de la eliminación de la discriminación en la línea sucesoria de La Corona. Si bien, la actualidad ha desbordado el muro de contención constitucional.

Por una lado, el desafío soberanista de Cataluña ha motivado una respuesta por parte del PSOE que mira hacia un posible déficit constitucional, y encuentra su solución en la reforma de la organización territorial del Estado, Título VIII de la Constitución Española, con el objeto de tornar el Estado Autonómico en un Estado Federal y, de esta manera, completar la transición iniciada en la década de los setenta. No tengo tan claro que la conversión en Estado Federal sea la solución al llamado desafío soberanista catalán, ni siquiera que sea una solución en sí misma, sobre todo porque el Estado Autonómico roza, de manera amplia, la idea federalista.

Cobra más energía la pretensión de reforma constitucional cuando basamos la misma en dos fundamentos, sin embargo, el debate del primero de ellos nos aboca a una encrucijada. El primer fundamento, como decía al inicio, no es otro que la exhibición por parte del Estado de su peor cara, quizá la auténtica cara de nuestro Estado, que se ha visto incapaz de paliar los efectos que sobre la sociedad ha tenido, y sigue teniendo, la crisis económica. Las voces reformistas, por tanto, claman por comenzar garantizando derechos sociales que, aunque estén reconocidos en el Título I, nunca han gozado de auténtica protección jurídica, y a partir de esta protección construir un Estado de Bienestar sostenible. Esas mismas voces sostienen, además, que las Instituciones no están cumpliendo las funciones a las que están llamadas con la honestidad y eficiencia debida, por lo que requieren una revisión de su estructura, composición y competencias. Pero este primer fundamento, como decía anteriormente, nos conduce a una encrucijada, puesto que esperamos que con la reforma de la Constitución el Estado vuelva a estar al servicio de la sociedad española, sin embargo, el Estado ya no puede cumplir ese objetivo tal y como se hizo en 1978, puesto que ha cedido parte de su soberanía a las instituciones comunitarias, sometiéndose, por ende, a los postulados europeos. Por este motivo, los españoles, y sus partidos políticos, han cometido un grave error desdeñando la iniciativa europea. Resulta, en conclusión, inexorable que los partidos políticos debatan y lideren en Europa las propuestas reformistas, en concreto, las de calado económico y social, antes de abordarlas en nuestro país.

El segundo fundamento, tiene una vertiente más subjetiva, puesto que no se nos debe olvidar que la Constitución no es un mero texto normativo, que lo es, si no que trasciende al plano identitario. En efecto, la Constitución es una foto fija de la sociedad, donde todos los españoles se han visto identificados, sin embargo, las generaciones posteriores, que no la votaron, ocupan gran parte del protagonismo social y político actual, y, como resulta lógico, no encuentran en la del 78 la identidad de sus intereses.