Hacía mucho tiempo que no la veía. Está oronda, aunque ella no fue nunca delgada. Las drogas atenazaron su cuerpo e hizo estragos en sus brazos y en su dentadura, pero no dejó de lucir una tripita y una redondez de cara. Solía maquillarse con virulencia, porque supongo que lo necesitaba para el oficio. En algún momento, en aquellas noches tardías, y bajo su farola, o farolas, lucía un maquillaje fucsia llamativo. Siempre la vi drogada. Tenía la sensación de estar ante un despojo humano. Alguien maltratada por el tiempo y por unos viles hombres que se aprovechaban de su maldita dependencia. Que se lucraban de su enorme soledad.

Porque la verdadera y calamitosa soledad de las que ejercen la prostitución es la ausencia de verdadero amor. Cuando ella se tuvo que arrojar a un cruce a guiñar ojos y a vomitar en cada esquina después de ser abusada, nadie acudió a abrazarla, de verdad, para sacarla de ese infierno. Y por eso su maquillaje no era sino su careta barata para enganchar diez eurillos, que siguieran con el otro enganche.

Aturdida y con sus tacones rotos, vagó, demasiado tiempo, por unas rotondas a la entrada de mi pueblo. Demasiado tiempo, ¡me cago en diez! Como si nadie hubiera escuchado su grito al verla vestida de esa guisa. Como si nadie hubiese esquivado su frágil cuerpo cuando la policía la recogía, ya malita, ya desfallecida, en esos fríos inviernos. Donde sus pieles baratas eran utilizadas para surcar su otra piel.

No hicimos nada, la gran mayoría. ¡Pobre chica!, decíamos, mientras acelerábamos el motor como el que huye de la peste. De hecho, no nos gusta, como sociedad hipócrita que somos, ver esas escenas muy a menudo. Preferimos algún banquero trajeado, aunque sea un hijo de la Gran Bretaña, o el político de turno con sus palmeros, aunque sea un trincón y tenga la pasta en Andorra, en Suiza o en sus calcetines. Esa es una gran miseria para nuestra sociedad. Los prejuicios que tenemos sobre los más desfavorecidos.

Como hacía mucho tiempo que no la veía, me ha dado alegría verla dos domingos seguidos. Está mejor. Y no está en la ruleta de la venta de su cuerpo al mejor baboso postor. La he visto siendo tirada por su perrito, que tiene más fuerza que ella, y que creo es su gran amor. Ese perrito que la acompaña y no le quita el dinero como hicieron sus chulos, y que siempre la lame por amor, no por dinero. Por eso, ese perrito tiene más dignidad que todos los que usaron de ella.

A mí siempre me sale la vena periodística, y no lo soy, de hacerle un interrogatorio. No preguntarle por su pasado, que sólo le haría daño a ella, y a mí. Sino por su futuro. Por su gran apuesta por una nueva vida. Por esas mañanas llenas de sol y desprovistas de rímel. Por ese día a día. Hasta le preguntaría por la política. Porque a lo mejor, ella, maltratada por una sociedad organizada con sus partidos, tiene algo sensato que aportar. Porque conozco muchos profesores universitarios con cero propuestas.

Ella. Sí, querido lector. Tan digna o más que usted, y que yo. Porque la dignidad humana no tiene graduaciones. Juzgar, prejuzgar, a las personas por su vida arrojada al abismo ante la falta de amor es una grave pena. Miles de coches pasaron por cientos de rotondas mientras ella hacía señales con su bolso. Maltrecha quiso ser la persona que es hoy. Libre. Libre de las ataduras que alguien, que algo como la droga, la ató. Cuando la he visto enganchada, y tirada, por su perrito he visto a una mujer adulta y violentada. Pero, también he visto el rostro de un ser humano luchando contra las tinieblas. No es oro todo lo que reluce. Pero cuando se salva una de ellas de esa espiral cabrona de vender su cuerpo, entonces el ser humano se libera de una atadura.

Ella es la que debió de ser siempre. Que nunca ninguna garra atrape su cuerpo, o su alma. Entonces, si ella vive en libertad, nosotros somos más libres.