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Javier Llopis

El cuarto de los trastos

Por lo que respecta a la teórica; un diez. La democracia española se dotó desde un primer momento de organismos públicos teóricamente independientes, destinados a fiscalizar a los políticos y a defender los intereses de los ciudadanos de las hipotéticas tropelías de sus gobernantes. El Gobierno central y posteriormente las administraciones autonómicas se llenaron de defensores del Pueblo, de síndics de Greuges, de sindicaturas de Cuentas, de consejos locales de participación y de todo tipo de consejos jurídicos consultivos. La aplicación práctica de esta encomiable iniciativa se ha saldado con un estrepitoso fracaso, que a lo largo de esta semana se ha visto confirmado por dos noticias puñeteramente simultáneas: la aparición pública de los miembros de ese extraño cementerio de elefantes políticos llamado Consejo de Estado y el fulminante (a la par que milagroso) nombramiento del exministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, como integrante del Consejo Consultivo de la Comunidad de Madrid, con un sueldazo de 8.500 euros al mes.

Los partidos españoles tienen una asombrosa capacidad para pudrir hasta la raíz los principios democráticos más básicos y para utilizar en su exclusivo beneficio hasta aquellos instrumentos institucionales que han sido especialmente diseñados para garantizar el correcto funcionamiento del sistema. En muy pocos años, los presuntos órganos de control han acabado convertidos en algo parecido al cuarto de los trastos políticos; un lugar oculto y desconocido para la ciudadanía, en el que se almacenan dirigentes que han caído en desgracia, altos cargos dimitidos tronados por el síndrome de abstinencia de la falta de poder y elementos díscolos, a los que se les echa un hueso para roer, con el fin de que no armen demasiado jaleo.

El resultado de esta manera de ver el mundo es una descomunal estructura administrativa carísima y absolutamente inútil. Aterrorizados ante la posibilidad de ver a un político haciendo cola ante una oficina del INEM o trabajando de tornero fresador, los gobiernos recompensan la pertenencia a uno de estos organismos con salarios suculentos y con relajadas agendas de trabajo, que apenas sí superan una reunión semanal en el peor de los casos. La inutilidad de estas rentables canonjías viene dictada por un hecho evidente e incontestable: los miembros de estas solemnes instituciones públicas defienden de forma sistemática las actuaciones de los partidos que los han nombrado, por delirantes o arbitrarias que éstas sean. Nos hallamos ante un grupo de gente especializada en no morder la mano que les da de comer, cuyos dictámenes son totalmente previsibles, ya que reproducen al milímetro los repartos del chalaneo político que ha dado lugar a sus nombramientos.

Con el paso del tiempo, está reprobable dinámica ha dado lugar a una gran paradoja: España es uno de los países del mundo con un mayor número de organismos «independientes» destinados a controlar la acción de sus gobiernos y a la vez se ha convertido en un paradigma internacional de la corrupción política. La superpoblación de consejos y defensores del pueblo no ha impedido que prosperaran entre nosotros los peores latrocinios, las peores barbaridades gubernamentales y las más vergonzantes agresiones al ciudadano de a pie. Este costosísimo sistema de filtros no ha funcionado y los grandes escándalos han acabado por recalar en el último refugio de unos juzgados sobresaturados de trabajo, sometidos a toda clase de presiones externas y convertidos en el inesperado árbitro de unos conflictos que deberían ser dirimidos en los territorios de la política.

La instalación de controles de calidad en el juego democrático español ha sido un gran fiasco. Se ha montado una enorme y pretenciosa carcasa vacía de contenidos y de competencias reales, que sólo ha servido para incrementar las cuotas de poder de los partidos. El resultado de esta manipulación es el que estamos viendo todos: una democracia de bajísima calidad, en la que cada día crece el número de personas que se cuestionan de forma radical la idoneidad del propio sistema.

El infierno está empedrado de buenas intenciones.

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