Al margen de los sentimientos que a cada cual le pueda suscitar el asunto catalán, el hecho objetivo pasa por que el recurso del Gobierno, primero, y la decisión del Constitucional, después, han acabado con las aspiraciones democráticas de una parte de España. No recuerdo nada parecido desde la Transición. Imagino que a Rajoy le habrá entrado el pánico a que un posible efecto Escocia campara a sus anchas por la geografía española provocando un debate fratricida que acabara por desangrar aún más las débiles costuras de lo que llaman la unidad de España. No habrá referéndum, y con la asombrosamente rápida decisión del Tribunal Constitucional (los magistrados tardaron siete años en dilucidar sobre el recurso del PP a los matrimonios homosexuales y apenas un par de horas en tumbar las pretensiones soberanistas de Mas), el Estado ha trazado una peligrosa línea roja al impedir a Catalunya opinar sobre su futuro. Y mírese bien que he dicho opinar y no decidir. Es probable que la estrategia histérica de Artur Mas no haya sido la acertada, y que incluso haya respirado aliviado tras la determinación de los jueces. Rajoy también. Ambos se han ahorrado el trago de pasar por la angustiosa incertidumbre que debieron de sufrir en el Ejecutivo británico a propósito del referéndum de Escocia. El caso es que a todos los españoles nos han hurtado conocer el verdadero deseo de los ciudadanos y ciudadanas de Catalunya. Ya no lo sabremos. Tanto ruido para esto.