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«No te entiendo»

Con frecuencia damos por sentado que los niños han de aprender a caminar, a hablar o a leer cuando les llega el momento. Como si la naturaleza y el deseo de los padres y de toda la familia fueran suficientes, como si el marcaje instintivo tuviera tal poderío que no pudieran darse nunca obstáculos en el proceso de crecimiento. Sin embargo, no todo es tan fluido como parece y a veces se da algún detenimiento, inmadurez o retraso que llevan a que determinado niño tarde en resolver alguna de las facetas de su desarrollo. En ello pueden influir factores genéticos, fisiológicos, ambientales, la energía de cada persona, el vínculo con sus padres, la crianza, la educación... Lo que está claro es que el desarrollo no sigue una línea recta, clara y sin vaivenes. Y que cada niño, cada persona, tenemos unos aspectos más maduros y hábiles, y otros más lentos o flojos.

Los padres encaran las dificultades de sus hijos según su manera de ser, su historia, su nivel de exigencia o de tolerancia en la aceptación de la realidad, su seguridad, sus miedos, sus deseos, su momento vital y sus circunstancias. Así podemos ver quienes se asustan o se amargan, quienes piden opinión a los expertos buscando arreglar lo antes posible la problemática, y quienes esperan que sea el propio niño el que la solvente a base de esfuerzo o de tiempo. Lo que sería conveniente es no negar el problema y mantener una actitud esperanzadora, que hiciera percibir a los niños que se confía en que lograrán superar los escollos y que tienen la aceptación incondicional asegurada, hablen mejor o peor, caminen antes o después ...

Recientemente he conocido a dos niños con dificultades en el habla. Uno tiene cuatro años y empezó a decir palabras, aunque enredadas, sobre los tres años y medio. Antes señalaba con el dedo, hacía gestos y sonidos intentando hacerse entender. Si no lo conseguía, gritaba cargado de impotencia. Hoy en día dice frases cortas, formula preguntas y aumenta su vocabulario, aunque necesita lograr mayor claridad al pronunciar. El otro niño tiene cinco años y habla poco, quizás por su timidez, quizás por evitar los inconvenientes de no ser entendido por los demás. Nació con el paladar abierto y fue operado a los dieciocho meses, lo cual le dañó algunos músculos de la lengua y el paladar, provocando un detenimiento en la adquisición del lenguaje. Habla en tono nasal y hay letras que no logra articular.

En los dos casos las familias confían en la recuperación de sus niños, los pronósticos de los profesionales que les atienden son buenos y siguen adecuados tratamientos de logopedia. Es decir, todo sigue su curso. Sin embargo, en los dos casos los padres tienen miedo a que otros niños se metan con ellos, cosa que ya ha empezado a ocurrir. Los niños de edades parecidas les dicen: «No te entiendo», «Así no se dice», «¿Hablas en inglés?» y estos comentarios, más de curiosidad que de ataque, inquietan a los niños, reaccionando el más pequeño con rabia y el mayor con cierta inhibición. Pero cuando los que se meten con ellos son niños más mayores, el disgusto se acentúa, quedando avergonzados e inseguros, con el riesgo de que, en la constitución de su personalidad, en lugar de la confianza y el deseo de avanzar, se instauren o bien el miedo y la sensación de que no van a poder mejorar, o bien la agresividad y el malhumor, fruto de la incapacidad de resolver el querer hacerse entender y no lograrlo.

Los comportamientos de burla y afrenta son tan viejos como el mundo, pero no dejan de ser crueles y dignos de ser frenados por los adultos al cargo. Y no sólo porque hagan sufrir a los que muestran algún detenimiento, sino porque también son perjudiciales para los que los llevan a cabo, que se habitúan a esa práctica, perdiendo la sensibilidad ante el dolor de otros, cosa bastante peligrosa y que puede derivar en burlas de mayor envergadura y en actitudes duras ante la debilidad ajena. O sea, en personalidades agresivas a las que les puede hasta llegar a divertir el sufrimiento de los demás.

En este tiempo en que la manera de limitar a los niños o es inexistente, o poco clara, valdría la pena pensar en las consecuencias de burlas como las que comento, porque no da lo mismo intervenir que no hacerlo ante estas situaciones que son malas para los atacados y malas para los que atacan. Es importante que los niños comprendan que no todo se puede hacer y que hay cosas que hacen daño a otros. Podría llamarse respeto lo que habríamos de proponerles. Podría llamarse aprender a ponerse en el lugar del otro. Podría llamarse cuidado, sensibilidad, o simplemente, ternura.

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