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Javier Llopis

La capital incomprensible

Para los habitantes de la periferia provincial, la capital era un sitio imponente y un poco marciano, al que sólo se acudía en las grandes ocasiones para visitar al médico, para comprarle el traje de novia a la niña o para enfrentarse a algún funcionario perpetuamente irritado

Bajabas mareado del autobús de La Alcoyana, tras un par de horas toreando curvas en la Carrasqueta, y te encontrabas de golpe con una ciudad incomprensible. Para los habitantes de la periferia provincial, la capital era un sitio imponente y un poco marciano, al que sólo se acudía en las grandes ocasiones para visitar al médico, para comprarle el traje de novia a la niña o para enfrentarse a algún funcionario perpetuamente irritado, empeñado en exigirnos siempre ese certificado que nunca teníamos. Veníamos de las profundidades de la provincia, veníamos de pueblos que durante siglos vivieron de la industria o de la agricultura y nunca logramos entender a qué demonios se dedicaba aquella ciudad gritona y luminosa, que unos días ejercía de paradisíaco balneario turístico, los otros de gran santuario de la burocracia administrativa y los de más allá intentaba convertirse en un destartalado emporio del comercio y los servicios.

Con el paso del tiempo, comprobamos que no estábamos solos en nuestro estupor. Los más destacados representantes de la crema de la intelectualidad local escribían innumerables artículos críticos dedicados a reflexionar sobre el pasado, el presente y el futuro de Alicante y a expresar su preocupación por la falta de un modelo claro de ciudad. En estos escritos, que con el paso del tiempo se convirtieron en un auténtico subgénero periodístico, profesores de Universidad, periodistas curtidos en mil batallas o sociólogos de postín confesaban su impotencia a la hora de hacer el diagnóstico de una urbe imposible de clasificar. Esta literatura introspectiva nos sirvió a muchos de consuelo. Era un alivio comprobar que unos tipos mucho más listos que nosotros y que además vivían a jornada completa en la «millor terreta del mon» se enfrentaban a Alicante con el mismo estado de estupefacción que un pueblerino recién aterrizado del coche de línea de la Unión de Benissa.

Mientras los intelectuales se devanaban los sesos preguntándose aquello de ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos? y ¿a dónde vamos? y mientras el resto de habitantes de la provincia abarrotábamos El Corte Inglés, un grupo de chicos listísimos nos demostró que ellos sí tenían muy claro su modelo de ciudad: Alicante es un sitio fantástico, en el que uno puede forrarse en muy poco tiempo si sabe estar en el sitio adecuado en el momento adecuado y tener los amigos adecuados. Eran tiempos de prosperidad y de «menfotisme» cívico, que permitieron la formación de una selecta cofradía, integrada por políticos fuleros de todos los colores, por promotores ventajistas, por directivos de cajas de ahorro ávidos de dinero fácil y por una completa fauna de líderes sociales y económicos siempre dispuestos a poner el cazo o a mirar hacia otro lado cuando la ocasión así lo exigía.

Cuando parecía que este estado de saqueo permanente iba a prolongarse por los siglos de los siglos, integrándose en la normalidad ciudadana como una pieza más del folclore autóctono, empezaron a estallar uno tras otro los casos de corrupción. Los periódicos se llenaron de sabrosísimas grabaciones policiales, en las que políticos y especuladores pasteleaban con asombrosa familiaridad sobre los procedimientos a utilizar en un sistemático proceso destinado a reventar las arcas públicas y a tangar al sufrido contribuyente. En medio de escandalosas expresiones de colegueo y de amorosas muestras de complicidad, comprobamos que se había producido un cambio espectacular; nos dimos cuenta de que en algún momento del pasado reciente, aquella tranquila y desorientada capital de provincia se había convertido en la versión mediterránea de Poisonville, la mitológica ciudad gansteril que nos legó Dashiell Hammet en esa cumbre de la novela americana llamada Cosecha roja. En este viciado ambiente de empresarios todopoderosos y de políticos corruptos hasta la médula se han cumplido al pie de la letra los preceptos más básicos del género negro, al que se ha aplicado una leve actualización, sustituyendo los violentos tiroteos entre bandas rivales por procedimientos mucho más aseados, como la redacción de planes urbanísticos, la elaboración de listas electorales en los partidos o la adjudicación de contratas más falsas que un duro sevillano.

Para desgracia de todos los alicantinos de bien, su ciudad ha salido de décadas y décadas de plácido anonimato y se ha convertido en carne de telediario. Leyendo las crónicas periodísticas de las últimas semanas, se comprueba que Alicante ha dejado de ser una capital incomprensible, para convertirse en el escenario de una película de policías y ladrones, en la que se entiende absolutamente todo.

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