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Un alumno, en el taller de escritura creativa, me pregunta si llegará el día en el que la literatura de hoy se estudie con la condescendencia con la que estudiamos las primeras hachas de sílex. Frente a mi silencio perplejo, añade:

-Me refiero a dentro de siete millones de años o por ahí.

Soy capaz de imaginar siete millones de pesetas, incluso siete millones de euros, pero no siete millones de años, con sus innumerables sábados y domingos y miércoles y jueves. Hace apenas trescientos mil años estábamos bordeando los precipicios de la consciencia, todavía sin caer en ella. No existían Escocia ni Bilbao, no existía ni Bilbao, con eso está dicho todo. Y estamos hablando de anteayer: trescientos mil años. ¿Cómo imaginar qué representará dentro de siete millones la literatura de hoy?

-¿Y por qué te preocupa eso? -le pregunto.

-No me preocupa, solo que se me ha venido la idea a la cabeza.

-Pues no digas todo lo que se te venga a la cabeza -concluyo.

El chico se enfurruña, saca el móvil y se pone a escribir un mensaje. El resto de los alumnos se remueven incómodos. Ellos creían que en un taller de escritura creativa viene a ser una especie de tormenta de ideas. La culpa es mía, yo les he transmitido sin darme cuenta esa creencia. También les he dicho que pueden hablar cuando quieran y decir lo que les dé la gana. No entienden por qué me contradigo de ese modo. Yo tampoco. En esto, interviene una chica:

-Pues a mí me parece bien lo de imaginar si la literatura, dentro de un tiempo equis, será un resto arqueológico. En cierto modo, ya lo es.

-¿Qué dices?

-Que en cierto modo ya lo es. Me refiero a la buena literatura. La buena literatura nos produce a los jóvenes el mismo tipo de fascinación que las primeras hachas de sílex bien talladas.

-¿Os habéis matriculado en este taller para que os enseñe a tallar hachas de sílex? -inquiero.

-Más o menos -dice la chica con el asentimiento de la clase.

¿Y si llevan razón?, me pregunto esa noche, angustiado, entre las sábanas.

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