Es una mala noticia que el máximo órgano de los socialistas españoles haya decidido que no habrá primarias abiertas para designar a sus candidatos en las próximas elecciones municipales. Dada la situación extremadamente fluida y problemática en que se encuentra el PSOE, el llamamiento a la participación de la ciudadanía en la elaboración de las listas, además de signo de apertura y de confianza en la ciudadanía, podría haber tenido efectos movilizadores.

Yo mismo, hace algunos años, no era muy partidario de esta fórmula de primarias, ya que creía que el modelo tradicional de partido, en el caso del PSOE, preservaba la identidad del proyecto; pero tras el agua que pasó bajo los puentes, a la vista de los errores cometidos, del distanciamiento de los partidos de los electores y de la clara demanda de éstos de abrirlos y hacerlos más participativos, he de admitir que la celebración de primarias abiertas es ya un proceso insoslayable y a todas luces necesario.

Ocasión perdida, pues, porque una vez confiada la selección de candidatos/as al voto de unos pocos cientos de militantes -caso de Alicante, por ejemplo- éstos actuarán de manera previsible, es decir, de la manera menos estimulante. De hecho, contradictoriamente; porque si por una parte se elige por primarias abiertas al líder máximo, por otra se deja la nominación de personas que deben mostrar liderazgo en ciudades importantes, al designio de los aparatos que, en no pocas ocasiones, han perdido el contacto con la ciudadanía.

La tendencia de todos los sistemas democráticos del mundo -bajo cualesquiera fórmulas- se cifra en reforzar y destacar las cualidades y los aspectos personales de los candidatos con el fin de conseguir las tan necesarias empatías. Este es un signo de los tiempos. La ciudadanía reclama, no tanto palabras y promesas abstractas, conceptos que sólo cobran sentido para los de la cofradía, sino personas identificables por su cercanía, por su capacidad y competencia para ser reconocidas como interlocutores fiables.

La situación política de España y de todo el entramado institucional que procede de la Transición se encuentran en estado convulso. Uno de los factores, si no el principal, responsable de este estado de cosas, es el papel que han jugado y juegan los partidos. Si en los tiempos que siguieron a la Transición tal vez fue necesario concentrar el poder en los partidos para fortalecer la incipiente democracia, en los tiempos actuales, caracterizados por la crisis, la desigualdad, la desconfianza en las instituciones y el reclamo de mayor participación de la ciudadanía en la definición de los objetivos y en modo de gobernar, los partidos cerrados, jerárquicos y opacos tienen poco que hacer.

Tal vez algunos piensen que esta situación les favorece. Son quienes prefieren no cambiar nada y que el control que detentan en las viejas estructuras les puedan permitir seguir ganando asambleas aunque sea a costa de perder elecciones, y lo que es peor, de dilapidar el crédito ante los electores. Creen que la marca, los caminos trillados y la mera contabilidad de los votos que controlan es suficiente para seguir tirando y mantener cuotas menguantes de poder, útiles, únicamente, para colocar allí a sus mantenidos.

Un ejercicio de transparencia y de búsqueda del apoyo ciudadano, como son las primarias abiertas, tiene toda esta serie de efectos benéficos, a los que hay que añadir que es un instrumento más para extirpar, de una vez por todas, los quistes de corrupción que anidan en las organizaciones en que el oxígeno no entra.