Durante los últimos días se ha producido un rosario de intervenciones y declaraciones de altos responsables de Instituciones económicas poniendo en cuestión el rumbo de las políticas que se vienen aplicando en Europa desde mayo de 2010. Unos lo han hecho con más contundencia y otros con reservas y con un cierto temor, pero casi todos han venido a coincidir en que hay que darle una vuelta a la situación porque vamos camino del desastre, en forma de una tercera recesión. Se veía venir.

Después de años defendiendo, a machamartillo, que no había más salida a la crisis que las duras políticas de ajuste, parece que se han dado de bruces con la terca realidad. Rompió el fuego el extremadamente sutil Mario Draghi quien, según dicen, en la reunión de gobernadores de bancos centrales de finales de agosto pronunció unas frases relativas a la necesidad de un impulso inversor y de gasto, por parte de los gobiernos, que complementara la política monetaria expansiva que va a iniciar el Banco Central Europeo. Al parecer, las frases en cuestión no estaban incluidas en el borrador del discurso distribuido a los asistentes, lo que disparó todas las conjeturas sobre si hubo ocultación intencionada de lo que suponía un cambio de posición, para evitar las presiones de Alemania y de sus guardianes de la ortodoxia.

Al rebufo de esta animosa iniciativa de Draghi, algunos ministros de Economía de la Unión Europea se han atrevido a plantear la necesidad de estrategias de crecimiento y de generación de empleo. Nuestro ministro De Guindos ha llegado, incluso, a hablar de «autocrítica» y concluir que nunca está mal hacerla. La señora Merkel y su ministro Schäuble le perdonen.

La OCDE también se ha sumado a la fiesta y en el informe de coyuntura aparecido esta semana, rebaja las previsiones de crecimiento para la zona Euro, advierte de la debilidad de la demanda y del riesgo de deflación y llega a pedir a Bruselas que utilice toda la flexibilidad prevista en las normas fiscales. Esto también es nuevo.

Cómo debe andar la cosa que algunos, más allá de solicitar cambios en las políticas a seguir, han empezado a cuestionar todo el andamiaje teórico que ha sustentado las acciones de los últimos años. Olivier Blanchard, economista jefe del Fondo Monetario Internacional, en su artículo de septiembre, significativamente titulado «Cuando el peligro acecha», ha afirmado que la teoría económica no ha prestado atención a esas zonas oscuras donde la economía funciona «monstruosamente mal», haciendo, con ello, una enmienda a la totalidad sobre lo que los príncipes de una claramente sesgada academia han venido divulgando en las últimas décadas. Desde su puesto en una de las instituciones centrales de la economía mundial, este destacado profesor ya había puesto en cuestión la eficacia de las políticas de austeridad para promover la recuperación, demostrando que los recortes exagerados del gasto público empujaban a la recesión, como así ha sido, pero lo que avanza ahora es, incluso, más serio. Blanchard viene a reconocer una inconcebible falta de conocimiento para afrontar la crisis.

La pregunta entonces es: ¿qué nos han estado contando hasta ahora? ¿Cómo han estado asegurándonos con tanta suficiencia que solamente las políticas de ajuste y de rigor presupuestario podían sacarnos de la crisis? La respuesta parece evidente: nos han contado lo que dictaba una cierta ortodoxia económica que no era ni científica, ni neutral desde el punto de vista ideológico. No diré que no haya estudiosos de buena voluntad en esa materia, pero cada día se presenta con más fuerza la evidencia de que un ambiente orientado por los intereses de los más ricos y poderosos asfixia la independencia del pensamiento económico. Las políticas de ajuste, las obsesiones con la inflación, el déficit y la deuda -que no digo que no haya que controlar- han agravado los efectos de la crisis pero, al tiempo, han permitido la victoria, sin paliativos, de los más ricos en la guerra por el reparto de los bienes existentes. Esa es la cruda realidad.

En estas condiciones, indigna oír a De Guindos decir que la autocrítica nunca está mal. ¿Quién le quita ahora lo sufrido a los millones de personas que han perdido el empleo, que se han quedado sin servicios públicos o sin expectativas de una vida digna por culpa de políticas erróneas, impuestas a golpe de decreto-ley? ¿Por qué no hicieron la autocrítica antes? Desde que los conservadores europeos forzaron un cambio de política en mayo de 2010 ha habido tiempo suficiente para comprobar la deriva desastrosa de la situación y para adelantar esa autocrítica. Sobre todo porque había otra economía, la de Estados Unidos que, frente al cambio hacia los ajustes que hizo Europa, mantuvo las políticas expansivas acordadas en la reunión del G-20, celebrada tras estallar la crisis en el 2008. Se podían comparar los resultados, claramente favorables a los americanos y se debía haber actuado en consecuencia. Muchas voces autorizadas, no sólo desde la izquierda, han venido alertando sobre esto. En vano. Ha tenido que ser evidente el peligro de otra recesión, digan lo que digan los mensajes de recuperación de Rajoy, para que salten todas las alarmas y se exploren otras salidas, en la senda de lo realizado en USA. Veremos qué son capaces de hacer. Dice De Guindos que «en el futuro la estrategia debe centrarse en el crecimiento y en la creación de empleo». Es toda una declaración sobre lo que han sido las lamentables estrategias del pasado. Además de hacer autocrítica, deberían pedir perdón por los sufrimientos que están infligiendo a los ciudadanos. Han sido y siguen siendo demasiados.