Me gustó Sin límites, la primera película de Miguel Cohan, del mismo modo que me parece apreciable la segunda, Betibú, adaptación de una novela de Claudia Piñero. Ambas tienen muchas cosas en común. Constituyen un buen ejemplo de cine de género apoyado en un guión eficaz y en unos actores espléndidos. Qué actores tan solventes trabajan en la cinematografía argentina. Porque tanto Sin límites como Betibú llevan la argentinidad en su ADN. Como se puede leer al final de los títulos de crédito, Betibú fue rodada en Buenos Aires y su provincia, aunque figure como coproducción española y para ello comparezca en un papel secundario nuestro José Coronado.

Sin embargo, a pesar de contar con el mismo director, un equipo similar, idéntico productor y abordar el mismo género, hay algo que las diferencia. Sin límites fue una de las producciones «made in Ciudad de la luz» y Betibú no. Algo meramente coyuntural. De no haberse demolido el complejo, de no haberse impuesto la debacle, no lo dudemos, Betibú habría llevado su logotipo. Como lo llevaron tantas otras películas preñadas de argentinidad por todos sus poros, de Un cuento chino a Las viudas de los jueves, pasando por el que fuere, tal vez, el mayor de todos los fraudes, Tetro (de la que apenas una secuencia onírica al margen de la propia historia fue rodada en los platós de Aguamarga).

Tanto Sin límites como Betibú han logrado otro punto en común: pasar desapercibidas en la taquilla. Con 102 copias distribuidas, Betibú ni siquiera se ha colado entre las diez películas más vistas del fin de semana de su estreno. Lo mismo que le ocurrió a Sin límites. Una película que pese a que se vendió como tal tenía de alicantina lo que un servidor de bonaerense. Parecida como dos gotas de agua a Betibú.