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Javier Llopis

Las cosas por su nombre

El hijo de Jordi Pujol comparece ante un juez para explicar la oscura procedencia de una serie de millonadas, que han ido saltando de paraíso fiscal en paraíso fiscal, dejando tras de sí el inequívoco hedor a putrefacción que acompaña a la corrupción política. A la hora de justificar su escandaloso enriquecimiento, el retoño del gran timonel del nacionalismo catalán asegura que ha ganado todo ese dinero ejerciendo su honrada profesión de «dinamizador de negocios» y se queda tan ancho. El magistrado de la Audiencia Nacional parece darse por satisfecho con estas explicaciones, ya que tras varias horas de interrogatorio deja que el imputado se vaya a su casa tranquilamente, sin soltarle ni siquiera aquella frase tan bonita de las películas americanas de policías y ladrones, en la que el sheriff le decía al acusado «durante las próximas semanas no salga usted de la ciudad».

Aunque inicialmente la actitud de Jordi Pujol Ferrusola nos puede parecer una exhibición de cinismo y de cara dura con el agravante de estar desplegada en sede judicial, hay que ser realistas y admitir que este sospechosísimo mago de las finanzas está recurriendo a una técnica infalible, que practican con éxito la mayor parte de los dirigentes políticos españoles: utilizar las palabras y los conceptos enrevesados para esconder las peores tropelías y colocarle a la inocente ciudadanía una buena ración de gato por liebre.

Vivimos en el país en el que un gobierno pone en marcha un plan de regeneración política, cuya aportación más significativa es una reforma de la Ley Electoral especialmente diseñada para amañar las elecciones con el fin de que ganen las alcaldías los candidatos del partido gubernamental. España es un sitio muy raro, en el que se llama emprendedor a un pobre tipo que ha montado un bar con la indemnización de su despido y que echa 16 horas al día poniendo cañas para sacarse una cantidad levemente superior al salario mínimo, que apenas le da para comer. Estamos en un extraño rincón del mundo, en el que se puede calificar de patrimonio cultural centenario a un grupo de salvajes, que celebran la fiesta mayor de su pueblo destripando con lanzas a un toro en medio de un bancal ante los aplausos emocionados del resto de sus convecinos.

Nuestros políticos utilizan sin ningún problema construcciones gramaticales como ajuste racional del gasto para justificar el desmantelamiento sistemático de una serie de servicios públicos vitales y para no tocarle ni un pelo a su espesísima red de privilegios económicos. Personajes amenazantes con barba de chivo, que deberían de recibir algún tipo de ayuda psiquiátrica, aparecen en nuestras teles como incontestables expertos en economía, pontificando sobre cualquier tema que en esos momentos pase por sus desordenadas seseras. La geografía nacional está sembrada de esplendorosas salas multiusos, bajo cuya ambigua denominación se esconde un siniestro catálogo de carísimas infraestructuras arquitectónicas, que no sirven absolutamente para nada. Alcaldes, concejales, consellers y directores generales de todos los colores políticos recurren al término desfase presupuestario para disfrazar la injustificable y sistemática aparición de sobrecostes en las obras públicas; haciendo legal una práctica de saqueo de las arcas institucionales, que suele acabar en un amoroso intercambio de sobres repletos de billetes de quinientos euros. Y así, sucesivamente, hasta componer un inmenso mosaico de eufemismos, que persigue como único objetivo la ocultación de la verdad.

La perversión del lenguaje se ha convertido en una de las principales armas de la gestión política moderna. Se trata básicamente de exprimir la semántica y de hacer grandes despliegues de imaginación lingüística para evitar llamar a las cosas por su nombre. Se trata, en fin, de construir un gran muro de mentiras primorosamente adornadas, para que la gente normal y corriente no se pueda enterar de una realidad miserable, que ha condenado a los ciudadanos a desempeñar el tristísimo papel de figurantes pasivos y mudos.

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