En esencia, la política es poder, es decir, la capacidad para conseguir un objetivo deseado por los medios que sea (léase si se prefiere el libro de Harold Lasswell, La política: ¿quién consigue qué, cuándo y cómo?). Si esto fuese así, y a algunos no les cabe la menor duda, la política no solo hay que entenderla como una actividad que se practica en la arena de la vida pública, sino en cualquier ámbito del espectro social donde se produzca el conflicto sobre la producción, distribución y empleo de los recursos, que conviene recordar son limitados y escasos.

Por tanto, sería correcto afirmar que la política (el poder) se desarrolla en toda actividad colectiva, sea ésta pública o privada, y en todos los grupos, instituciones y sociedades humanas. Dicho todo esto, concluimos que poder tenemos todos pero, y esto es obvio, no todos lo tenemos en el mismo grado, no todos tenemos la capacidad de conseguir lo que, tal y como se concibe en nuestro país el equilibrio de poderes, la igualdad de oportunidades y la libertad de elegir, solo una privilegiada clase empresarial y económica, y solo una determinada casta gobernante pueden alcanzar.

En los genes de nuestra élite económica y empresarial perviven aún, dicho sea con todos los respetos, ese capitalismo de amigo que floreció entre el Pardo y el Opus Dei y que más tarde se ratificaría en la Moncloa durante la transición a la democracia. De ese tipo capitalismo castizo que diría César Molinas, de esa fusión entre entes locales y el constructor espabilado, de esa entrañable cohabitación entre gobiernos autónomos y los caciques regionales, y de esas reuniones de palacio y bodega entre Gobierno central y las élites de la ingeniería financiera surgen las decisiones colectivas que afectan a nuestras rentas y a nuestro bienestar. También los «agradecimientos» y los favoritismos entre unos y otros, que tienden, por lo general, a perpetuarse en el tiempo.

Mucho se ha escrito acerca de la gestión municipal hecha sobre los parámetros en que se conduce la actividad constructo-inmobiliaria, donde se producen la mayoría de los casos de corrupción en España; también de la que nace en las empresas pertenecientes al sector público, donde el nepotismo y la falta de control y de transparencia conduce al desmadre y al despilfarro de recursos, que en muchos casos tendrá como destino el bolsillo de gestores, políticos y amigos.

Qué podemos añadir que no se haya dicho ya sobre las cuentas opacas del anterior presidente de la Generalitat de Cataluña, Jordi Pujol, de sus hijos y de otras figuras del entramado institucional catalán y las dádivas al tres por ciento; sobre el saqueo de las cuentas públicas a través de los ERE falsos y los cursos de formación en Andalucía; sobre Bárcenas y la trama Gürtel que afecta a la financiación del Partido Popular; o sobre el caso Palma Arena y los «negocios» del yerno del Rey y del expresidente balear, Jaume Matas. Por necesitar todo un ensayo aparte no hacemos mención aquí de los múltiples casos de corrupción acaecidos en las instituciones de la Comunidad Valenciana desde que gobiernan los populares, sujetas a pillaje desde el caso Cartagena allá por 1993.

Tantos y tantos casos por toda la geografía española confirman lo que, en una reciente entrevista en El País afirmaba el juez que instruyó el caso Malaya, Miguel Ángel Torres: «En España hay corrupción política institucional, de arriba abajo», o las palabras dichas por el fiscal general del Estado en la apertura del año judicial admitiendo la existencia de corrupción pública y política, añadiendo a continuación que ésta «daña seriamente la imagen de la función pública y su erario y mina la credibilidad del sistema democrático».

Sí, la corrupción está instalada en España y no tiene intención de marcharse por mucha regeneración democrática que anuncien los dos grandes partidos, una corrupción que tiende a ser absoluta si el poder es absoluto, que diría Lord Acton, o sea, impune, sin consecuencias económicas para el corrupto, que origina cuantiosas pérdidas para la economía del país y que socava los valores y la moral de los ciudadanos. Una corrupción que nace de los entramados de un poder económico, social y político que, sin ánimo de generalizar, corrompe y se deja corromper hasta la náusea. El objetivo (maximizar los beneficios, garantizarse rentas futuras) hay que conseguirlo por los medios que sea (prevaricación, cohecho, tráfico de influencias). Ardua tarea la que tiene por delante la justicia en este país.