Corrupción no, pero violencia sí. Hoy hemos conocido una nueva versión de las ya famosas "líneas rojas" del presidente de la Generalitat, Alberto Fabra, quien sigue mostrándose tajante en su decisión de cerrar las puertas de las listas electorales de su partido a los imputados por causas de corrupción, pero no así a los procesados por usar la violencia.

No otra cosa se puede desprender de su respuesta a las preguntas de los periodistas sobre si el procesamiento a la diputada popular Elisa Díaz por agredir presuntamente a una mujer podría motivar su exclusión de las listas electorales.

"Una galleta no creo que sea motivo", ha dicho el jefe del Consell, quien considera el caso que afecta a la hija del exalcalde Luis Díaz Alperi como un "desagradable incidente que tendrá que asumir como ciudadano, no como cargo público".

No estaría mal que Fabra, tan dado a marcar líneas, explicase cuándo un político, que se supone que debe dar un ejemplo intachable de civismo siempre, independientemente de si está en las Cortes o en un albergue de animales, deja de serlo para tener, bajo su punto de vista, la única consideración de ciudadano.

Porque quizá uno se equivoque al creer que político y ciudadano no sólo no son dos cosas distintas, sino que van indisolublemente unidas.

Con su particular distinción de las "galletas" (inadmisible, por cierto, tachar así una presunta agresión por la que una mujer ha quedado sorda total de un oído) según quienes las propinan, o mejor dicho, según quienes las propinan y en qué circunstancias lo hacen, habría que preguntarle a Fabra si el diputado ucraniano al que unos manifestantes tiraron ayer a un contenedor de basura a la salida del parlamento era, en ese momento, político o mero ciudadano.

Más que nada porque cuando juzguen a los individuos que lo arrojaron a la basura, la pena será mayor si se considera a la víctima un cargo público en lugar de un simple ciudadano de a pie. Y ellos no podrán elegir.