Las autoridades educativas deben reflexionar sobre las sucesivas modificaciones que desde hace unos años se han ido introduciendo en el calendario escolar, universitario y no universitario. Porque, como se está viendo, los efectos de las novedosas medidas adoptadas están causando perjuicios notables y proporcionando escasos beneficios.

Nadie entiende muy bien la razón por la cual, el ya consolidado y apropiado calendario español que daba comienzo a las clases a mediados de septiembre en los estudios no universitarios y a comienzos de octubre en la Universidad, ha tenido que alterarse tan profundamente, contra la tradición española que se asienta en una forma de vivir y, lo que es más evidente, en un clima que no favorece o permite, dado que en las aulas no suele haber aire acondicionado, iniciar las clases a más de treinta grados.

Las horas lectivas no son un dogma. Si no se pueden cumplir, bien pueden reducirse. Años atrás eran menos y la calidad no parece que fuera inferior. Tanta rigidez no se explica cuando los resultados no dependen de exigencias estrictas en cuestiones no tan esenciales.

Estamos en Europa, es cierto, pero en el sur de Europa y nuestro clima y costumbres son diferentes a los países nórdicos, como lo es el horario de comida o el de trabajo. Homogeneizarnos sin atender a esas diferencias y mantener, por ejemplo, el mismo huso horario por razones históricas fenecidas, no parece la conducta más razonable.

Otras razones menos fundamentadas se esconden en las medidas que desde hace tiempo se adoptan. Durante años se ha escuchado, con escaso fundamento, que el profesorado disfrutaba de vacaciones durante los tres meses de verano. Tal vez por ese error, las autoridades políticas decidieron implantar los exámenes de septiembre en julio y, una vez suprimidos estos, dar comienzo a las clases a primeros de septiembre. Mucho ha influido esta visión incierta en los cambios insensatos que se han llevado a cabo en la educación. Porque en España la envidia es pecado nacional, aunque la causa de la misma sea una sospecha sin fundamento y el desconocimiento de quienes la asumen como verdadera.

Decisiones equivocadas que olvidan cuestiones tan elementales como, por ejemplo, que el curso debe prepararse, lo que no puede hacerse en agosto, mes en el que disfrutan obligatoriamente las vacaciones los profesores. De manera que si en julio hay que examinar, no resta tiempo para preparar el curso, los materiales etcétera? para comenzar el día 1 de septiembre. El caos y la desorganización están asegurados. Tampoco han llegado los materiales en forma de libros de texto, porque España, en agosto, se paraliza. Pero, nadie ha pensado en esos pequeños detalles.

Los exámenes extraordinarios de julio -otra novedad iniciada hace unos años-, han supuesto una modificación sustancial para los alumnos en orden a la estructuración de sus controles y, de hecho, han perdido una convocatoria. Ningún alumno que suspende en junio aprueba en julio o pocos lo hacen. Es de una evidencia incontestable que en pocos días no se puede volver a estudiar lo que antes no se ha hecho bien. De manera, que en la realidad, los alumnos reparten sus convocatorias entre junio y julio, pero pocos se presentan en julio si han suspendido en junio. De cajón.

De paso, el mes de julio se ha perdido en buena medida para el turismo, la primera empresa nacional, toda vez que muchos padres deben permanecer en sus lugares de origen a la espera de que sus hijos terminen los exámenes, no extraordinarios en la práctica. Ha habido trabajos que demuestran ese efecto claro en la economía.

Y todo se ha hecho con la finalidad de comenzar a principios de septiembre, de llevar a los chavales a aulas sin condiciones, de someterlos a un clima insoportable. Pero, eso sí, se consiguen dos efectos: uno, que se cumplan unos objetivos sobre el papel que revelan que todo se mide en términos cuantitativos, no en calidad real; otro, esencial aunque se oculte, que los profesores no tengan la más mínima posibilidad teórica de alargar sus presumidas vacaciones.

Deberían nuestros políticos y sus asesores, instalados en la estadística, meditar acerca de las necesidades de la enseñanza, que no coinciden con requerimientos de exigencias estrictas de horas de docencia, sino de inversión, de profesorado suficiente. Deben, además, comenzar a olvidarse de teorías educativas de dudoso éxito y regresar al vulgar, pero efectivo, aprender, esto es, estudiar para saber. El nivel escolar generalizado ha descendido tanto influido por las modernas teorías educativas, que hora es de reconocer que nuestros ancestros no estaban tan equivocados y que haríamos bien en imitarlos. Mucho podemos aprender de ellos.

Ya es hora de que la clase política se serene y deje de jugar con la educación, de buscar confrontaciones con ella y de que se preocupen y ocupen de lo esencial. Poco mediático, verdad, pero es lo que interesa a todos por encima de sus veleidades. Y olviden a quienes ponen más ingenio y novedad que reflexión. Hay muy buenos profesionales que pueden asesorarles. Búsquenlos en sus centros de trabajo, no en las sedes de los partidos.