La siempre difícil vuelta al curso se produce, este año, en una situación inédita para mí. Es la primera vez, desde que tengo uso de razón social, que me encuentro totalmente al margen de la actividad de esas complejas organizaciones que conocemos como partidos políticos. El pasado 29 de julio, después de mi último artículo dominical en INFORMACIÓN, me incorporé a las labores del Síndic de Greuges de la Comunidad Valenciana, como Adjunto Primero. Previamente, tuve que causar baja como afiliado del Partido Socialista. La Ley de creación de la Institución establece, para el Síndic y los Adjuntos, un conjunto de incompatibilidades entre las que se encuentra, de manera expresa, la afiliación a partidos políticos. La exigencia, que viene motivada por el mandato legal de actuar con «total independencia de criterio», parece muy razonable. Excluido, pues, de la actividad política partidaria después de décadas, parafraseando a Michael Ignatieff (Fuego y cenizas) podría decir que «me he ganado el derecho a rendir un homenaje» a la vida del militante de partido.

Se reconozca o no, lo cierto es que la pertenencia a un partido condiciona la libertad de actuación, pero también el grado de independencia de criterio. Los grupos suelen exigir un alto grado de adhesión y fidelidad entre sus miembros, lo que lleva implícito algún tipo de control sobre el comportamiento de éstos. En el ámbito de la actividad política, donde la competencia es tan encarnizada y está tan expuesta al escrutinio público, es comprensible que se intenten reducir al mínimo las actitudes discrepantes en el seno de los partidos. Actuando en un contexto de medios de comunicación «de trinchera», más preocupados por defender las líneas editoriales de sus empresas editoras que por informar de forma plural y veraz en la mayor parte de los casos, cualquier diferencia de opinión es munición para el adversario. Generalmente, los medios que reclaman debates abiertos en los partidos terminan etiquetándolos como conflictos o peleas internas, argumento que sirve para descalificar a la organización en su conjunto. A la práctica habitual de muchos de ellos me remito.

Es imposible coincidir, al cien por cien, con las posiciones de cualquier partido, aunque se comparta su ideología. Las sociedades modernas están llenas de diferencias en lo tocante a cuestiones básicas de la vida de los individuos, como los intereses materiales, las afinidades que crean identidades o los deseos que provocan las pasiones. Cada conflicto suscita muchas respuestas y los ciudadanos exigen que cada partido tenga una, definida e inequívoca, para cada problema. Sin embargo, hay pocas cosas más gratificantes, desde el punto de vista intelectual, que ejercer la libertad total de pensamiento y de expresión y, consecuentemente, que ejercer la discrepancia. Por eso es tan difícil aceptar las limitaciones que impone la vida de los partidos. En muchas ocasiones, ni siquiera hace falta una actitud coercitiva o amenazante de las direcciones para que los afiliados se inhiban o se retraigan a la hora de manifestar diferencias. Sabiendo que cualquier cosa que se diga puede ser utilizada contra el propio grupo, uno mismo se autolimita en sus expresiones públicas. El peligro de esto es que, si no se hace un esfuerzo por seguir manteniendo un cierto grado de autonomía intelectual, se puede acabar asumiendo acríticamente el pensamiento «oficial» del grupo para evitar conflictos de conciencia.

Si se acepta que los partidos son imprescindibles para agrupar, jerarquizar y hacer compatibles en un programa las diferentes demandas de los ciudadanos, posibilitando, así, el gobierno democrático de las sociedades, es forzoso valorar positivamente el esfuerzo y las renuncias que los militantes de los partidos, de cualquier partido, vienen obligados a hacer para que éstos funcionen. Más allá de críticas y propuestas de mejora, que siempre hay que hacer, las sociedades democráticas deben ese reconocimiento a los partidos y a sus militantes. Yo quiero hacerlo aquí, cuando no está de moda.

Me toca, ahora, renunciar a ese compromiso partidario para asumir otro que supone seguir defendiendo los intereses y los derechos de los ciudadanos, como he hecho en mi vida pública, pero de forma directa, sin la intermediación de la estructura y del programa del Partido Socialista. Mi propósito es recuperar autonomía e independencia y mi compromiso es hacer todo lo posible para alcanzarlas. No voy a renunciar a mi forma de pensar, ni a los valoresen los que creo. Nunca lo he hecho y tampoco sabría hacerlo. La diferencia es que ya no estoy sujeto a consideraciones derivadas de un criterio de utilidad de partido para orientar mis actos. Mi único compromiso es con los ciudadanos, con sus libertades y con sus derechos. No es poco.

Con ese espíritu y mientras el director de INFORMACIÓN me lo permita, seguiré compareciendo los domingos en esta tribuna. Cambia el título de la misma pues, a partir de ahora, sólo actúo en defensa de los ciudadanos que presentan sus quejas ante el Síndic. Todo mi trabajo se orienta en esos términos: «en términos de defensa», como solemos decir los abogados. Sólo espero que sean indulgentes con esta nueva propuesta.