Sin duda alguna nuestra democracia es manifiestamente mejorable, no ya porque todo, absolutamente todo, sea susceptible de mejora, nada es perfecto, sino porque, transcurridos los años, se han ido agudizando las malévolas conductas que, no estando estrictamente prohibidas, quedaban a la interpretación subjetiva del espíritu de la norma que, a todas luces, ha sido prostituido de forma habitual y casi generalizada, poniendo en grave riesgo la higiene democrática en nuestro país. Por tanto, ningún demócrata en su sano juicio puede negar hoy la urgente necesidad de una regeneración democrática. Ni puede entender que, puesto el asunto sobre la mesa, se pongan excusas para eludirlo o aplazarlo. Es pues incomprensible que, ante la oferta del Gobierno de retomar el diálogo sobre los proyectos de ley de medidas de regeneración democrática, remitidos hace meses al Congreso, y discutir sobre otras nuevas propuestas al respecto aportadas ahora, la mayoría de los partidos de la oposición lo rechacen de plano, cuando lo procedente sería, no sólo aceptar, sino exigir el diálogo y, aportando sus propias propuestas, buscar un consenso lo más amplio posible, sabiendo que la regeneración democrática pasa irremediablemente por quedar plasmada en las leyes, ya que dejarla a la voluntad particular de unos y otros es pura retórica. A la vista está.

Ya sean las propuestas en fase de tramitación parlamentaria, ya sean las novedosas, ¿quién, visto lo visto, no está de acuerdo, entre otras cuestiones, en mejorar asuntos como el control de la actividad económica financiera de los partidos, el régimen de incompatibilidades de altos cargos, las medidas penales y procesales contra la corrupción?? ¿Quién, en definitiva, puede desdeñar la unificación de criterios para fijar el momento procesal en que un responsable político debe abandonar su cargo público o ser excluido de las candidaturas electorales; o la fortaleza de la participación ciudadana en el proceso legislativo y en la presentación de iniciativas populares; o la reducción y limitación de los aforamientos; o la limitación de gastos en las campañas electorales; o la introducción de mecanismos de control sobre los indultos; o, en definitiva, cualquier otra medida a instancias de cualquiera de los distintos grupos parlamentarios? ¿Por qué entonces la mayoría de los partidos de oposición pretenden reducir el asunto sólo a la propuesta gubernamental de «fortalecimiento del vínculo entre representantes y representados en el ámbito local», es decir, a que el alcalde sea el candidato más votado por el pueblo, encontrando en la propuesta la escusa idónea para no dialogar con el Ejecutivo y dejar las cosas tan mal cómo están? Nadie lo entiende, y menos aún que, dicha excusa, se pretenda vender como una propuesta antidemocrática, pues sobre modelos de elección de alcaldes, hay ejemplos para todos los gustos en el resto de países democráticos, y, en todo caso, de lo que se trataría es de argumentar qué beneficios o perjuicios aporta cambiar o no el modelo actual, cuando además, ha sido un tema que han incluido a veces otros partidos en sus programas electorales. Ni siquiera el supuesto oportunismo del PP de cara a las próximos comicios justifica la negativa de dialogar al respecto. ¿Qué momento sería el oportuno? Es más, se trata de una propuesta abierta que no se agota cambiando el sistema proporcional, sin más, por el mayoritario (ambos ya utilizados en España según los habitantes de cada municipio), pues en cada uno de ellos caben distintas posibilidades.

Es por tanto un error garrafal que Sánchez, el líder del PSOE, para alcanzar un pacto de Estado con el PP de Rajoy sobre regeneración democrática, no sólo ponga como excusa la retirada de la propuesta popular sobre elección de alcaldes, sino además la retirada de reforma de leyes como la del aborto o de seguridad ciudadana que, en todo caso, gusten o no, entran en el ámbito de las legítimas políticas partidarias coyunturales y su implantación legal depende de las mayorías suficientes que los ciudadanos conceden a los distintos partidos políticos que las contemplan en sus programas electorales. Si dichas leyes no son del agrado de Sánchez, lo que debe de hacer es convencer a la ciudadanía para que, otorgándole la suficiente mayoría en los próximos comicios, puedan ser derogadas, pero jamás deben servir como excusa o chantaje para impedir reformas de Estado, unánimemente reivindicadas, y, menos aún si, como es el caso, eres dirigente de un partido que, por sus largos periodos de gobierno, tuvo la posibilidad de hacer dichas reformas y no las hizo. Si Sánchez, en su primera entrevista tras ser elegido secretario general del PSOE, dijo que «debemos anteponer los intereses de España a los intereses de los partidos», ahora tiene la oportunidad de demostrarlo, pues los intereses de España requieren un paquete de medidas de regeneración democrática. Nadie entendería que, siendo deseable hacerlo entre todos, el PSOE especialmente, permita que lo haga sólo el Gobierno del PP, que puede hacerlo con la mayoría suficiente que los ciudadanos le otorgaron en las pasadas elecciones, sin ni siquiera aceptar la invitación a ese diálogo de búsqueda de un amplio consenso al respecto. No sería lo propio de un partido con vocación mayoritaria para volver a gobernar este país.