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Javier Llopis

Aguas indigestas

Por suerte o por desgracia, las cosas son así. En unas pocas semanas, la campaña de los cubos de agua helada ha conseguido para la Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA) una visibilidad pública que no se había logrado en años de luchas y de denuncias de los enfermos, de los familiares y de las asociaciones que los agrupan. Vivimos en una sociedad mediática y esta iniciativa solidaria ha tenido la virtud de tocar algún resorte, que ha hecho posible que tuviera una rapidísima repercusión en todo el mundo. La intervención de personajes públicos muy conocidos, junto al evidente impacto visual de las imágenes que genera, ha hecho posible el milagro viral y a lo largo de los últimos días resulta prácticamente imposible asomarse a las páginas de un periódico sin encontrar la fotografía de algún vip sometiéndose a esta gélida y bienintencionada ducha.

Sería necesario un estudio sociológico en profundidad para saber si esta oleada de apoyos tendrá algún efecto positivo real sobre el futuro del colectivo de personas afectadas por esta devastadora dolencia. Existen opiniones para todos los gustos. Hay quien cree que estamos ante un inútil y gratuito postureo, que permite a algunos famosos y famosillos utilizar la excusa de la solidaridad para lavar su imagen y lograr unos minutos de protagonismo. Otros, en cambio, consideran que la enorme relevancia alcanzada por este gesto mínimo puede marcar el inicio de una etapa de mayor sensibilización institucional hacia una dolencia terrible. Dejando a un lado los pesimismos y las euforias, hay una consecuencia que nadie puede negar: pese a su inevitable carga de frivolidad, la campaña de los cubos ha conseguido llamar la atención de millones de personas sobre la ELA; un mal minoritario y desconocido, cuyos afectados conforman un grupo muy difícil de encajar en el actual diseño de nuestro sistema sanitario y asistencial. Esto ya es, de momento, un avance sustancial. Esto es mejor que nada.

Sin embargo, hay un elemento de esta propuesta solidaria que resulta totalmente indigerible y que provoca de inmediato la más absoluta repugnancia entre todas aquellas personas, que en algún momento de sus vidas han tenido que lidiar con el Via Crucis que supone esta durísima enfermedad. Como era de esperar, a los políticos les ha faltado tiempo para subirse a ese carro y no han dudado ni un segundo a la hora de distribuir entre todos los medios de comunicación las imágenes de sus duchas de agua fría, acompañadas por la puntual información sobre el montante de sus «generosos» donativos. En un alarde de ofensivo oportunismo, dirigentes de todo el arco parlamentario se han olvidado de que ellos, a diferencia de los futbolistas o de las estrellas del rock, no pueden permitirse ciertas licencias. Estamos ante un grupo de gente que tiene acceso a los presupuestos oficiales; unos privilegiados, que tienen en sus manos la posibilidad de tomar decisiones que pueden contribuir a mejorar sustancialmente la vida de los ciudadanos, entre los que figuran los enfermos de ELA y sus familiares, como uno de los colectivos más castigados por la adversidad.

Resulta imposible no indignarse ante estas alegres demostraciones de rancia caridad. Resulta imposible no acordarse de la congelación de los fondos públicos para la investigación sobre la enfermedad, de la mortal tardanza de las ayudas de la Ley de Dependencia, de los carísimos medicamentos que se han de pagar porque han sido excluidos de la cobertura de la Seguridad Social, de las ambulancias mal equipadas que convierten cualquier traslado en un martirio o de la cicatería avara y enrevesada con que la administración sanitaria regatea atenciones básicas para estos pacientes. Analizando estas sangrantes contradicciones, se comprueba una vez más la abismal distancia que se ha abierto entre los políticos y la gente normal. Ellos se hacen una fotografía bajo un chorro de agua helada, convencidos de que así aparecen ante la opinión pública como personas sensibles y solidarias. La realidad es muy diferente, ya que estas beatíficas demostraciones para lo único que sirven es para confirmarnos la existencia de unos tipos patológicamente miserables, capaces de utilizar el sufrimiento ajeno para obtener su correspondiente chute de rentabilidad política. Con su pan se la coman.

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