Quizá sean razones de orden político las que mueven a nuestros gobernantes a aplicar medidas injustas en aras de preservar un bien común mayor, o lo que es lo mismo, puede que existan razones de Estado que justifican el porqué de la transgresión por parte de los poderes estatales de unos valores para promover otros. Sí, puede ser que se haya tenido que elegir entre bienes valiosos o males alternativos, entre políticas de distribución de recursos que permitan una mayor cohesión social o en tomar medidas económicas que supongan un aumento de las desigualdades sociales.

No interpretamos estas razones como un maquiavelismo o estrategia política de los que transgreden la ley para perpetuarse en él poder o para justificar resultados, «sino como el vínculo entre la estrategia y su conexión con un orden legitimatorio superior que la justifica, fusionados ambos por una institución estatal protectora» (Del Águila, R.2000). ¿Qué justifica, pues, las medidas de orden político y económico que se vienen aplicando en España y otros países del Sur de Europa, y que han originado un empobrecimiento en las clases medias y un aumento de las desigualdades sociales? ¿Qué orden legitimatorio superior ese ese que perpetúa las diferencias y condena a la pobreza a millones de ciudadanos? ¿Quizá el de los más poderosos, aquellos que acumulan más factores de capital? ¿O puede que, precisamente, se trate de salvaguardar un Estado de bienestar cada vez más residual? ¿No debería ser la libertad del ser humano ese orden superior? ¿O son quizá las fuerzas libres y legítimas pero invisibles del mercado?

Todas estas preguntas puede que se respondan pasado algún tiempo. Mientras tanto, estemos sólo atentos a si a esa fusión entre estrategia y orden superior, entre el medio y el fin, tiene vinculaciones con un aparato estatal que ofrece su colchón protector a la comunidad mediante el derecho. Y así parece ser en el caso de un país democrático y liberal como lo es España, donde se aplica el imperio de la ley. O así debería ser.

Porque algunos dudan cuando, y con razón, se observa cierta degeneración en las instituciones políticas, afectadas por la corrupción y el descrédito, donde la sensación de impunidad deja al ciudadano democrático huérfano de referentes morales y éticos. Y es aquí, en este escenario de confusión y descomposición institucional el lugar donde, precisamente, las razones de orden político se convierten en maquiavélicas, donde el fin justifica los medios y donde el derecho pierde toda razón de ser.

Porque si nos atenemos a ello y los hechos sociales que en España vienen desarrollándose desde el estallido de la crisis económica, el derecho y los jueces no ofrecen soluciones. Ni a sus consecuencias, ni a la degeneración institucional que padece el Estado. Como tampoco protege a la colectividad de las razones de orden político que están contribuyendo a su infelicidad. Por lo tanto, y ante «reglas y normas no suficientemente garantizadas como racionales» (Del Águila, R.2000), anteponemos la actitud cívica, la participación ciudadana y el pluralismo político como instrumentos para solventar conflictos y problemas de convivencia, corregir desigualdades y hacer del progreso modernizador una prioridad.

Es posible que España necesite un proceso regeneracionista, tal y como postulan algunos intelectuales, un proceso cuyo fin último es construir una España más democrática, más próspera y más justa, y cuya estrategia pasa por volver al imperio de la ley, a realizar profundas reformas al modelo territorial, a buscar fórmulas de más democracia y más transparencia, a consensuar un sistema fiscal más progresista y a transformar nuestro sistema económico con reformas educativas que nos acerquen a los países más avanzados. Una España moderna, plural y democrática en un nuevo marco social. Son razones de orden político, o si lo prefieren, una razón de Estado.