Las mayorías absolutas suelen conllevar borracheras de poder, y bajo estas se suelen cometer fechorías políticas de todo tipo. Pero la última propuesta de reforma de la ley electoral, a nueve meses de las elecciones municipales, que el gobierno tiene preparada, no puede sino calificarse de un golpe a la democracia local. Las reglas del juego democrático, otorgadas de común acuerdo desde 1978, están para cumplirse y ejercerse en el fair play, y sólo en el caso de que beneficie a todos, cambiarse bajo el consenso de todos los grupos parlamentarios. Pero eso del consenso es palabra que Rajoy tiene olvidada, si es que alguna vez la aplicó.

Hay razones fundadas y positivas para calificar la propuesta del PP de incluir la elección directa de los alcaldes en la nueva ley, como cacicada. En primer lugar, y como ya hemos expuesto, hay una regla no escrita que impide modificar las normas electorales cuando faltan solo unos meses para los próximos comicios. Además, el Gobierno está dispuesto a realizar esa reforma en contra del PSOE, que ya ha avanzado que no negociará. Sería la primera vez que se modificase la ley electoral sin el consenso de los dos grandes partidos nacionales. Y es que el PP tiene pánico a perder el poder local: tantas bocas que tapar y que seguir alimentando? El pánico es tan grande que les hace llevar a tratar de engañar a los ciudadanos, invirtiendo los términos, y esgrimiendo la falacia de que es una medida de regeneración democrática.

En segundo lugar, la reforma se plantea de dudosa legalidad, pues el artículo 140 de la Constitución señala que «los alcaldes serán elegidos por los concejales o por los vecinos». Lo que viene a decir es que el régimen normal de elección de los ediles es a través del voto de los concejales y, sólo en algunos casos excepcionales (pequeños municipios), por los vecinos. Hay que recordar que nuestra democracia es representativa, y no directa, lo cual significa que en todos los niveles, desde el presidente del Gobierno a los alcaldes, se hace por medio de representantes elegidos directamente por el pueblo, que a continuación eligen las personas concretas. Nuestro sistema no es presidencialista, como el que existe por ejemplo en EEUU, por eso lo que realmente cuenta para el nombramiento de los cargos ejecutivos de gobierno son los escaños y no los votos.

Por último, se plantea la posibilidad de una doble vuelta, en caso de que no se alcance la mayoría absoluta que ahora marcan en el 40%: yo siempre había creído que las mayorías absolutas están en el 50% y no en el 40%, pero bueno. La posibilidad de esta segunda vuelta establece una doble confusión, ya que ésta sólo es posible de forma clara en los sistemas mayoritarios uninominales, pero no en los sistemas de lista y proporcionales. La reforma electoral beneficiará además a los partidos nacionalistas en País Vasco y Cataluña, especialmente reforzaría a Bildu en las alcaldías, pero «la vicepresidenta para todo» no tiene empacho en explicarnos que esta es una prueba irrefutable que confirma que la reforma no se hace en beneficio de su propio partido.

Pedro J. Ramírez, ha realizado una notable aportación a la Historia de España, con su último libro La Desventura de la Libertad, sobre los últimos meses del trienio liberal. Recordaba con agudeza en su última carta que en 1840, durante la regencia de María Cristina de Borbón, en las Cortes liberales amparadas por la Constitución del 37, al aplicar los moderados el rodillo parlamentario con una propuesta de modificación del régimen municipal, los progresistas optaron por la fórmula del «retraimiento». Una vieja fórmula que consistía en abandonar el Congreso y no comparecer en las siguientes elecciones. Era el siglo XIX, los tiempos del caciquismo y del sufragio restringido, pero a este paso, vaya usted a saber si no volvemos al mismo punto.