No es la primera vez que trato en estas páginas, ni será la última, de pactos entre las izquierdas. Y es que concurren dos circunstancias que lo hacen inevitable: a) la complejidad alcanzada en ese campo es de tal magnitud que o se reduce hasta niveles sociales de comprensibilidad o devorará a los mismos partidos que la encarnan, y b) en muchos lugares la derrota del PP, y de lo que significa, está tan alcance de la mano que si los dirigentes de la izquierda no lograran la victoria serían tan culpables de todo lo que critican como la derecha corrupta. Si la izquierda entiende estas dos ideas podrá transitar con coherencia en los meses de parto que restan hasta mayo; si no se desesperarán en un círculo vicioso, ese demonio que consume al que confunde tener estrategias sólidas con afiliarse al oportunismo y al populismo. No diré que sea fácil. Lo que digo es que no tiene otra salida, sea con líderes de carisma más limpio que un traje de primera comunión, asambleas vocingleras sin relojes, primarias dilatadas hasta lo insoportable o jefes gastados por la injuria del tiempo. Y, de paso, también aviso a dirigentes sindicales, feministas, juveniles, culturales y cívicos que tendrán que apearse de alguna manifestación por ver de hablar y de ayudar a construir mayorías estables de gobierno y de progreso, tratando de aportar una visión global y no el «¿qué hay de lo mío?»

Pero en ese panorama, plagado de dudas, aparece una variable que obliga a imprimir velocidad. Me refiero al intento del PP de cambiar la ley electoral para que sea alcalde, apoyado por una mayoría absoluta, el líder del partido más votado. Se ha dicho que tal cambio es un «golpe de Estado» y ha habido quien ha censurado, por excesivo, tal calificativo. Me atreveré a defender su pertinencia y, por lo tanto, su gravedad. Al menos por las siguientes razones: A) En la actualidad no cabe entender un golpe de Estado como una activación militar que altera todas los «aparatos» del Estado; basta para considerar como tal aquella actuación, incluso la que se valga de normas jurídicas, que trastorna sustancialmente la arquitectura constitucional a favor de una parte de la sociedad en detrimento de otra: el Estado deja de ser fiable, se convierte en una estructura incapaz de ofrecer garantías de que los que ocupan las instituciones responderán a los principios establecidos por la misma Constitución; porque los golpistas reducen el texto constitucional a un mero recetario formalista de los que están ausentes las razones que explican y concitan la convivencia. B) Desde ese punto de vista hay razones para sospechar que la reforma puede ser inconstitucional: si bien es cierto que el Título VIII nada concreta sobre la forma de elegir las corporaciones locales, el artículo 1º incluye como uno de los principios constitucionales el «pluralismo político»: dicho pluralismo no puede verse reducido a la libertad de elegir minorías/mayorías sino que debe abrirse a la posibilidad de articular mayorías flexibles. C) Las reformas electorales no deben hacerse de la mano de una mayoría absoluta: eso es lo que el PP repite hasta la saciedad para no abordar reformas necesarias y de calado. Una mayoría absoluta parlamentaria puede lanzar la idea pero cuando se encuentra con la práctica totalidad de la Cámara en contra significa que está haciendo trampa o/y son unos imprudentes terribles. D) Las reformas importantes no pueden analizarse aisladas del entorno socio-político, del clima democrático y de la cultura política: desde todos estos puntos de vista podemos afirmar que el PP no sólo quiere mantenerse en el poder municipal a cualquier precio, sino que lo necesita para poder seguir manteniendo vivas sus redes corruptas, para pagar amigos, para alimentar a la gentuza con la que forma clientelas. Obsérvese que no se trata sólo de conservar alcaldías, sino de reducir el papel de la oposición a lo testimonial, incrementando la opacidad y el control. E) Dados los últimos resultados, la crisis del bipartidismo y el clima generalizado de desapego de la política, esta medida es una provocación meditada para que la agitación social, con dosis de violencia, se propague, para que el PP pueda aparecer como patrón de un conservadurismo turbio, cenagoso, pero el único capaz de manejar porras y disparos. Desde este punto de vista la táctica del PP es de manual de golpe de Estado clásico.

Y en ese campo de tensiones queda una cosa por apuntar: España se dividiría por la mitad como nunca lo estuvo desde la Transición porque la izquierda tendrá que unirse formando un bloque contra la derecha. En los márgenes quedarán los grupos independentistas favorecidos por el PP, pero eso no le importa: en esos municipios no tiene negocios. Y aquí, implícitamente, va mi opinión. No me entusiasma ese pacto pre-electoral bajo presión externa, me angustia tener que negociar aspectos programáticos con buenos amigos que, estoy seguro, me van a poner muy nervioso con sus ocurrencias. Pero no hay otra. Eso o dejar que el PP campe por décadas y acabe de facto con la lógica constitucional: porque si gana ahora luego irá, sin duda, a reformar el sistema electoral general. O sea, que no me gusta, pero lo único que quizá pueda parar al PP es saber que será el culpable histórico de esa división -ellos nos helarán el corazón, como sus antepasados gloriosos- y que perderán esas elecciones. Será muy difícil mantener estos gobiernos, mezcla de asambleas humildes, líderes activos, partidos a la busca de su autor e ilusionistas poco dados a cotejar los números. Pero, insisto, no hay otra. Habrá que jugársela. Ya sé que el PSOE ha dicho que no, que ellos, mejor solos. Bueno, ya veremos, démosle tiempo a pensárselo. Pero que sepan una cosa: este embate va dirigido, en buena medida, a acabar con ellos: pueden pelear o acudir a una escuela del PASOK a que les expliquen refinados mecanismos de suicidio. Pase lo que pase nos echarán la culpa a los demás. A mí me parece bien, no tengo ninguna gana de jugar al sorpasso y ya hablaré de esto en otro momento, pero lo único rabiosamente real es que podemos ir a una elecciones a cara de perro en las que, por primera vez en su historia, aquella izquierda motejada por el PSOE de «caviar», radical, estética y esas cosas, pueda montar su discurso advirtiendo que votar al PSOE sólo sirve para dar gobiernos a la derecha. Y tendrá razón si, para empezar, el PSOE no se une al resto de la izquierda para parar la reforma de la ley electoral.