En la madrugada del viernes 31 de agosto de 1888 fue hallado el cuerpo sin vida de Mary Ann Nichols. Su garganta había recibido dos cortes profundos definidos con la precisión de un experto, mientras que la parte inferior del abdomen pélvico había sido desgarrado con ensañamiento. Fue la primera víctima reconocida de Jack «The Ripper» (El Destripador) considerado por la mayoría de criminólogos como el primer asesino en serie moderno: el primer criminal que consiguió aterrorizar a las masas y generar un enorme seguimiento mediático, características que, desde entonces, han acompañado a la mayoría de los serial killers (asesinos en serie o seriales).

En nuestros días, no solo por la tradicional influencia de la literatura y el cine, sino también y probablemente más, por la prevalencia de los medios de comunicación y la proliferación exponencial de las nuevas tecnologías, estamos muy familiarizados con el concepto de «asesino en serie», aunque el término sea relativamente reciente. No fue hasta los años 70 del siglo XX cuando Robert Ressler acuñó la expresión para referirse a todo aquellos asesinos que habían matado a tres o más personas con un período variable de inactividad entre una y otra, conocido como «período de enfriamiento». De acuerdo con Ressler, «la clave de la aparición de un asesino serial no es tanto el trauma infantil que haya podido sufrir, sino el desarrollo de patrones de pensamiento profundamente irracionales, imprescindibles para dar rienda suelta a la satisfacción de las pulsiones y fantasías más cenagosas, mórbidas y sanguinarias, de las que se nutren e inspiran libros, leyendas, canciones? que terminan convirtiéndose, a su vez, en productos mediáticos». Paradojas de la vida.

Hace escasamente unos días falleció en Alicante, concretamente en la institución psiquiátrica en que se encontraba recluido, uno de esos mismos asesinos en serie, Francisco García Escalero, conocido popularmente como el «asesino de mendigos». Su historia es igual de terrible, sino más que la del célebre destripador de Londres, pues acabó con la vida de 14 personas quemando sus cuerpos y descuartizándolos en el famoso cementerio de la Almudena. Su perversa obsesión por desenterrar cadáveres para practicar la necrofilia con ellos, su adicción a las drogas y alcohol, su enfermedad mental? todo parece sacado de un relato de H. P. Lovecraft, Poe o Shelley. Calificado como «asesino en serie de tipo desorganizado», según la tipología que Robert Ressler acuñó para el FBI, se convirtió en uno de los asesinos en serie españoles sobre los que más se ha interesado la Criminología, probablemente junto al Arropiero, especialmente porque en ambos casos el nivel de brutalidad alcanzado supera el umbral máximo de cualquier previsión que se hubiera podido establecer al respecto por cualquier ciudadano ajustado al patrón medio.

La historia de García Escalero parece sacada de un relato gótico de cualquiera de los autores anteriormente reseñados, protagonizada por Karloff en cualquiera de sus mejores interpretaciones para la Universal o la RKO. Puede que la curiosidad sexual fuera lo que le llevara a escaparse de su casa, cercana al propio cementerio municipal, para espiar a las parejas y buscar la excitación viéndolas escondido entre las sombras, o tal vez fue la búsqueda de emociones extremas y sobrecogedoras, lo que le llevaba a observar las tumbas y panteones del cementerio en la soledad de la noche?, solo por el puro placer de oler y sentir cerca la muerte.

La muerte fue su fascinación y la única obsesión que tenía su vida, al menos así se lo confesó a Mario García Soto la primera vez que estuvo frente a él. Para Mario fue muy impactante sentarse delante de alguien así, y escuchar cómo le contaba su fascinación por la muerte. Decía que asesinaba porque las voces de su cabeza, gobernadas por Satanás se lo ordenaban, y que él como sirviente del maligno debía hacerlo. Le relató cada uno de sus asesinatos, detallándolos perfectamente?, con el íntimo placer de contar su historia a un nuevo curioso, mostrándole las marcas que en forma de tatuajes (tumbas) le había dejado su ideación delirante, el «Satán vela por mí?».

Fue su gran deterioro cognitivo y su lenguaje casi incomprensible lo que puso fin al encuentro. Lo único claro que quedó después de aquello, es que el gusto por lo gótico y perverso llevado al límite, desencajado de la fantasía para ser muerte y realidad, constituían una impronta del mal que probablemente llevaba dentro desde niño.

Esquizofrenia paranoide fue su diagnóstico clínico y dentro del Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Fontcalent se siguió el protocolo de atención y asistencia al enfermo, de manera escrupulosa y atinada, la medicación, la vigilancia para que no consumiera alcohol, mantenerlo activo con actividades diarias. Durante los 19 años que estuvo ingresado se procuró que estuviera calmado y controlado, puesto que existía la posibilidad de que recuperase su plena libertad, el próximo año, por haber cumplido íntegramente su medida de seguridad. Si eso hubiera sucedido? ¿quién quedaría encargado de vigilarle y controlarle entonces?, ¿una institución psiquiátrica especializada?, ¿el criminólogo de vigilancia?, ¿el centro psico-criminológico comunitario de su barrio? Todas esas respuestas, aunque tienen una difícil respuesta, siguen sin respuesta en las políticas criminales y penitenciarias de nuestro país, muy probablemente porque «el sentido común patrio» sigue equivocándose en algo tan evidente como que existen determinadas categorías de criminalidad y perfiles de criminales que no son reinsertables socialmente, al menos en estos momentos. Bendita ignorancia, qué atrevida eres.

Para Mario García Soto, el día de la muerte del «asesino de mendigos», solo quedaba el vestigio de aquellos feos tatuajes sobre su mortecina piel. Verlo tumbado en una camilla, sin vida, le enseñó que solo era un pobre enfermo crónico al que nadie de su entorno supo ni tampoco pudo detectar a tiempo.

(*) Firma también este artículo Mario García Soto, criminólogo.