Piensa el pueblo que el verano es época de asueto para el político, en la que dedica su ocio a cuidar de sus vástagos, leer las últimas aportaciones de la joven literatura húngara o los recientes ensayos sobre la sociedad de la transparencia del filósofo coreano-germano Byung-Chul Han y, claro, acudir a Ibiza/Eivissa, que si no, no eres nada; y los muy patriotas siguen las programaciones deportivas. Mas no. No, no, y no. El político de raza, como las funerarias, está siempre de guardia. O sea que fatiga las horas estivales -todas las horas estivales, si es posible- acudiendo a fiestas. Aunque es dudoso que las disfruten, que las fiestas no están para eso, sino para ordeñarlas.

Los más primitivos las ordeñan como terneros gorrones y obligan a comisiones de festejos a invitar a cubatas a una interminable, deslucida y apergaminada corte de militantes-de-base y cuadros-medios que acompañan a sus líderes en recorridos infinitos por casetas, barracas, cuartelillos o calles adornadas. Allí, mientras la susodicha corte de impresentables hacen las fotos de rigor para dejar desvergonzada memoria en el facebook del partido o coalición -como si no fuera bastante oprobio la huella que dejan impresa en la memoria de festeros y vecinos-, el líder trata de pespuntear unas frases ocurrentes en que se englobe a la patria grande, a la patria chica, a la patrona y al patrón y a las peculiaridades más afamadas de la fiesta lugareña, tales como escupir melones, recitar trovos a las parejas de la Guardia Civil o enaltecer las virtudes eróticas del señor alcalde -si es alcaldesa los versos se tornan más finos-. Total, que el político se hace un lío. Es inevitable. Entonces la gente cree que está borracho. Antes eso hacía gracia: de ahí viene la frase de que los políticos también son humanos, como si todos los humanos fueran unos adictos al café licor y otros derivados. Pero ahora ya no. La gente está muy harta y lo que hace es confirmar sus peores sospechas si ve al político bebido, porque piensa que no está bebido, sino vivido, o sea, que es un vividor. Así que el pobre político se va volviendo abstemio, que es lo que nos faltaba, que nos gobernara una casta de castos abstemios. No así su corte, que bebe y vive como ejemplo de germanor desaforada. Afortunadamente siempre queda un secretario de organización razonable que avisa que la Reina de la Fiesta, los clavarios y el vocal de loterías son intocables.

Es muy dura la tarea. A veces hay que ir a misa. Las misas de las fiestas suelen ser al alba, creo que para acabar rapidito con la cosa del ayuno y poder engullir torreznos con licor de algarrobo o chufas secas con resina del pino del santo, que son las cosas que la etnología impone. Y allí tienes que el político, que no ha acabado de despedir a su séquito de borrachos de la noche anterior, que le han cantado las mañanitas, ha de tragarse el sermón del párroco veterotestamentario y, si es de derechas, tiene que comulgar y todo, con riesgo evidente de atragantarse por la sequedad producida por la ingesta anterior de la copa del inevitable aguardiente de la tierra, fabricado en una destilería clandestina por un polaco. Y a partir de ahí, hala, un día de sana convivencia que puede incluir la contemplación ad aeternum del campeonato de petanca, cómo los críos se rompen los morros en las carreras de sacos o ser miembro del jurado del XIII Certamen Internacional de arroz con morro de rata de agua. Y procesión. La procesión marca el atardecer y supone un par de horas de pasear a ritmo muy lento, hablando de fútbol con el párroco, el farmacéutico y un señor muy simpático, casualmente imputado por corrupción. Y entonces vuelven los tuyos a reforzarte: cae la noche y hay que demostrar que tu partido es el más alegre.

La cosa puede ser peor. Imagine usted un alcalde sensible, culto, humano, que quizá llegó al poder por el primor con que prometió cuidar el medio ambiente y de pronto se ve jaleado en el momento en que suelta toros por las calles, en bárbaro y proverbial invento, para alegría de perros, gatos, niños y estudiantes del Plan Bolonia, que van viendo cómo su proceso educativo se enriquece con estas prácticas de tortura. Lo mismo han debatido en la asamblea local del partido qué hacer y, por supuesto, se ha impuesto la mayoría que defiende esto y la costumbre -casi seguro originada en el «Abrazo de Civilizaciones» antes llamado Reconquista, lo que da pedigrí multicultural- de explotar cohetes con los dientes. Dos discrepantes, entre abucheos, han abandonado el partido. Y, como concesión preciosa a los nuevos tiempos, se acuerda que las antorchas con las que se quemará las orejas el «noble-bruto», como dijo el secretario de Educación, no las encienda el alcalde, sino el concejal de Fiestas, y ello pese al que el de Urbanismo advierte que este cambio puede costarles un 10% de votos. El alcalde zanja la cuestión: «Bartolo: los principios son los principios y así es nuestra gente». Las bases le alaban, ¡digo! Y salen todos a la calle. A beber y a hacer política, que todo el mundo sabe que la política en fiestas no es política. La corte del diputado, la eurodiputada o el conseller agota los últimos tragos de la madrugada, orgullosos y mandando selfies a sus conmilitones. Suena una dolçaina a lo lejos, quizá la Moixeranga, quizá Paquito el Chocolatero, y una lágrima resbala por la cara de los festivos militantes, como si fueran la Santa Faz. Mañana será otro día, se dicen: el pueblo nos está esperando. ¡Viva el pueblo! Y así todo y a preparar las primarias.