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Javier Llopis

Días de fuego

El inconfundible sonido de los helicópteros rompe la tranquilidad de la siesta veraniega. La gente se asoma por los balcones y sobre la línea del horizonte aparece siniestra una gran columna de humo. Palabras de indignación, gestos de tristeza y la mirada suplicante puesta en la lejanía, a la espera de que lleguen pronto los aviones. Las calles de la ciudad empiezan a oler a pino quemado y las redes sociales, los teléfonos y las barras de bar empiezan a llenarse de intensos e inacabables debates sobre el lugar en el que se ha iniciado el incendio y sobre las dificultades que habrá para su extinción. Van corriendo las horas, el cielo se ha convertido en una ruidosa batalla, suenan a lo lejos las sirenas de los bomberos, empieza el desalojo de alguna urbanización y los vecinos aguantan con el corazón en un puño, temerosos de que una nueva catástrofe forestal acabe con lo poco que queda de sus montes.

En este perro verano de temperaturas tropicales y de bosques secos y exhaustos por la sequía, esta escena se está repitiendo con amenazante insistencia en buena parte de la provincia. Poblaciones como Alcoy llevan una semana entera coqueteando con el desastre y viendo cómo las llamas atacan su Sierra de Mariola desde todos los flancos posibles y desde todos los horarios posibles. Son días de fuego, en los que se pone a prueba el funcionamiento del dispositivo de prevención y extinción de incendios forestales. Son días de máximo riesgo, en los que cualquier error de coordinación se paga con centenares de hectáreas de bosque reducidas a cenizas. Son días para la memoria, en los que el recuerdo de viejas hecatombes forestales pasa a primer plano para recordarnos que nunca estaremos totalmente a salvo de esta plaga bíblica, que cada equis años destruye nuestros rincones más hermosos y nuestros lugares más queridos.

Un fortísimo y casi olvidado sentimiento de solidaridad y de pertenencia a una comunidad se pone en marcha cada vez que el fantasma de un incendio forestal sobrevuela las montañas. Se dispara el número de voluntarios, se ofrecen todo tipo de colaboraciones desinteresadas para luchar contra el siniestro y se pone en evidencia una realidad incontestable: los ciudadanos contemplan sus parajes naturales, sus pinares y sus viejos bosques de carrascas como algo propio; como un patrimonio, que se ha de defender con uñas y dientes ante los embates de la naturaleza o de la incompetencia humana. La sierra forma parte de nuestra vida y de nuestra historia. Por ella nos llevaron de excursión nuestros padres cuando éramos niños, en algún tranquilo sendero con aroma a tomillo y primavera dimos incontables paseos con la primera novia y a esos lugares eternamente reconocidos llevamos a nuestros hijos en cuanto echan a andar en un ritual repetido sin el cual sentiríamos que su educación estaría incompleta. La posibilidad de ver todo ese inmenso legado convertido en un paisaje carbonizado nos atormenta y nos provoca un incontrolable malestar interior. Sabemos desde hace generaciones, que en este puñetero mundo no hay nada más triste y más silencioso que el esqueleto humeante de un pinar arrasado por las llamas. Es una perfecta imagen de la muerte.

Esa especial relación con el entorno, nos ha convertido en jueces implacables de este tipo de sucesos. Le deseamos lo peor al canalla que incendia un bosque para buscar rentabilidades económicas o venganzas. Nunca olvidaremos al idiota, capaz de arrasar centenares de hectáreas de un parque natural tras hacer una barbacoa en un domingo de agosto de máxima alerta. Y nos mostramos críticos hasta el insulto con aquellos gobernantes, que en un ejercicio de irresponsabilidad han creído que era posible desviar el imprescindible dinero de la prevención y la extinción de incendios para gastárselo en carreras de coches, en regatas de lujosos yates o en la construcción de algún mamotreto de Calatrava. Llevamos demasiado tiempo asistiendo impotentes a una sucesión de pérdidas irreparables, llevamos décadas contemplando cómo el fuego le asesta bocados de muerte a nuestros mejores paisajes y hemos llegado a la inapelable conclusión de que en este asunto las ligerezas y las demostraciones de falta de previsión no tienen perdón de Dios.

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