La semana pasada un concejal de IU de San Juan hizo un comentario en tono humorístico, posiblemente exagerado, pero que movió inmediatamente a muchos a pedir su muerte civil. Este concejal, afectado por algunas copas según manifestó, dijo que ametrallaría a Bisbal por ser «mugre españolista». Una intención la de matar al cantante que, cualquiera puede entender, estaba formulada en términos metafóricos, aunque rodeara su animadversión de estúpidos comentarios nacionalistas y aparentemente progresistas que sirven para calificar la inteligencia del concejal, pero no para exigirle responsabilidades políticas. Estoy seguro de que si se le da un arma y le ponen delante al cantante, el concejal no atentaría contra el mismo. Como mucho se taparía los oídos o le pondría un bozal.

Siguiendo con la broma, algunos de ustedes me dirán si no sintieron hace años los mismos sentimientos que el mentado concejal cuando, al llegar al verano, nos veíamos obligados a escuchar a Georgie Dann dando la paliza con sus canciones pegadizas que todo el mundo tarareaba durante el estío. Y un verano tras otro, los mismos sones, las mismas horteradas, los mismos bailes ridículos. Y nadie atentó contra el veraniego trovador, aunque muchos lo pensaran y le desearan la peor de las suertes, en sentido figurado, claro.

La misma semana pasada presencié un debate interesante entre humoristas y guionistas de cine. En él se trataba de la censura, el frentismo, la rigidez de lo políticamente correcto y la vuelta a viejos tiempos en los que todo estaba prohibido, aunque ahora, a diferencia de entonces, no por la ley, sino por los controladores de las conciencias, por los que establecen los límites de la libertad, lo bueno y lo malo, los dirigentes de los partidos o de asociaciones mil que reducen el mundo a su reivindicación absoluta. El resultado es que ahora el humor es reprimido y constreñido por materias que no deben ser objeto de broma, burla, ironía, risa o sonrisa. Hay hoy dogmas sobre los que opinar está prohibido.

Manifestaban los humoristas que, en cualquier momento, ante sus chistes o parodias de cualquier situación, saltan ofendidas asociaciones varias que consideran que referirse al objeto de su labor es un ataque a su dignidad. No hay tregua y lo que antes era visto con la tolerancia propia de quien no quiere reírse de nadie, sino reírse con todos, hoy debe limitar sus comentarios cada vez a menos cosas, pues la sensibilidad aparentemente democrática y el respeto excesivo, ha llegado a extremos que me recuerdan El nombre de la rosa de Eco y la maldad intrínseca de la risa.

Los humoristas hicieron referencia a dos conductas, graves, tanto que debemos reflexionar sobre ellas.

La primera, la autocensura impuesta por este clima de intolerancia, una autocensura que restringe la libertad por causa del rechazo social a todo aquel que se aparta un ápice de lo impuesto por las reglas no escritas de la rígida moral vigente. La ley de prenda de 1966 rediviva.

Y una autocensura que debe enmarcarse en una moral colectiva compleja y extraña, de rechazo a conductas que no son en sí mismas negativas, pero de aceptación de otras, como la violencia, el odio, la confrontación, el radicalismo y la intolerancia. El pensamiento único en ciertas materias que no admiten réplica. Una sociedad reprimida en lo ordinario, pero propensa a lo oscuro, pues se nos ha aficionado al chisme, a la intromisión en la intimidad ajena y a la injuria generalizada sin atender a los efectos de este comportamiento.

Veían los humoristas la razón de este comportamiento en el frentismo que han propiciado y propician los políticos, un frentismo que radicaliza a las personas y las vuelve intolerantes con los que piensan distinto. Un frentismo que, como es bien sabido, tiene su razón de ser en la necesidad de fidelizar al votante, pues ningún ciudadano libre, si lo es, puede estar plenamente de acuerdo con ningún partido y, por el contrario, si verdaderamente no se convierte en un radical o un hooligan de una formación, comparte opiniones con todos. De respetar la libertad, los resultados electorales serían fruto de las ofertas concretas, de un análisis de lo propuesto. De ahí que haya necesariamente de radicalizar a los votantes, de despertar sus instintos con eslóganes que cautivan las mentes, que las esclavizan, convirtiendo al sujeto en un voto seguro.

El frentismo y la autocensura son hoy dos realidades de una sociedad poco libre, muy regulada en sus valores, cambiantes al compás de los intereses de los partidos y sus necesidades inmediatas.

Por eso, cuando he visto que al concejal de IU le han agredido verbalmente por decir una tontería, me he sentido solidario con él. Yo no mataría a Bisbal; él tampoco. Lo que no sé es lo que haría con Paquirrín después de haberlo visto en el estudio de grabación. Es que lo suyo es un crimen a la estética, a la música y a los sentidos. Les animo a escucharlo y verán cómo disculpan los comentarios del concejal.