Alguno de ustedes dos recordará, pese a su exultante y enigmática juventud, que la hoy vilipendiada Transición española y su frágil caminar por este valle de lágrimas tuvo momentos dramáticos que culminaron con la puesta en escena del intento de golpe de Estado protagonizado por el primer tricornio y bigote del reino, teniente coronel Tejero, la afectación norteafricana del hombre que no sabía demasiado, teniente general Milans del Bosch y por la sibilina actuación del general Armada, un Jano de las intrigas que acabó sus días mirando siempre hacia el mismo lado para que no le diera en el otro el sol del Reino de España. Estos nombres pueden sonar a prehistoria de la humanidad hispana a millones de personas que entonces, 1981, solo eran futuribles como las potencias y los actos de Aristóteles y Tomás de Aquino, filósofos a los que nadie lee en la actualidad por estar trasnochados. Una lástima, Pablo, no podemos consentirlo.

Pero no es prehistoria. Aquella noche del 23F, mientras los españoles se aferraban al transistor esperando escuchar otra música que no fuera sacra ni tampoco de sables, mientras miles de personas sentían en Valencia el chirriar de las cadenas de los carros de combate desfilando por la Gran Vía en busca del tiempo perdido, sonó el teléfono en el Palacio del anterior monarca, Juan Carlos I. No era una llamada con acento argentino para confirmar si Zarzuela había pedido pizza alla napolitana en recuerdo de pretéritos Borbones y el reino de Nápoles, no; tampoco era el cartero, que ante la urgencia del importante telegrama comunicando la asonada en el Congreso llamaba dos veces, no; ni tan siquiera el grito resignado de Munch cuando iban a robarlo del museo de Oslo por enésima vez. Quien estaba al otro lado de la cama, con la oreja enrojecida de tanto apretarla contra el auricular, era el amigo de sus amigos, Jordi Pujol, el «noi nacionalista», presidente de la Generalitat. No deben confundirlo con el «noi del sucre», Salvador Seguí, un anarcosindicalista asesinado por pistoleros de la patronal catalana en la calle San Rafael y la Rambla del Raval de Barcelona en 1923, cerca del despacho del detective Carvalho y su asistente Biscuter, la Plaza de Vázquez Montalbán. Qué ironía gastronómica, un comunista iconoclasta con gustos burgueses cohabitando junto a un anarquista ortodoxo. En fin.

«Tranquilo, Jordi, tranquilo», le contestó el Rey a Pujol, unas palabras de ánimo y contingencia pronunciadas por el jefe del Estado central al jefe autonómico. Es posible que el mandatario catalán escuchara estas palabras de confort en compañía de su mujer, Marta Ferrusola, y de sus hijos, los Pujol-Ferrusola de toda la vida. «Tranquilo, Jordi, tranquilo», balsámica y sincrética alocución que Jordi recibió con el alivio de quien se siente protegido por España. En aquel tiempo, febrero de 1981, el patriarca familiar y de Cataluña era considerado como el político periférico y nacionalista más estabilizador del frágil sistema de compromisos y tensiones en el que se asentaba la democracia española. La piedra angular que sostenía el sistema, el atlas que sujetaba el convulso mundo español. Nada era bastante para tener contento a Pujol; se le daba todo lo que pedía. Era la encarnación de la Cataluña sensata y moderna, del pueblo catalán honrado y trabajador, de la política con mayúsculas no contaminada por el pecado de la corrupción.

Pero hete aquí que los años fueron pasando de largo y, con ellos, pasó también de largo el dios de la honradez para aterrizar el demonio de la corrupción con su cohorte de diablillos dispuestos a no dejar pasar de largo la rueda de la fortuna. Se instaló -ahí sí- una auténtica casta enfundada en la bandera nacionalista y la amenaza constante de la ruptura independentista, la mejor forma de proteger intereses espurios y delictivos de tantos y tantas. Banca Catalana, el tres por ciento, la financiación ilegal, la escandalosa corrupción y la impunidad más absoluta. ¿Y la prensa catalana?, pues en primer tiempo de silencio, sin sentir el más mínimo rubor ni vergüenza. Tranquilo, Jordi, tranquilo, debió pensar más de uno mientras metía descaradamente la mano en la caja de todos. Ahora escuchamos (¿o ya sonaba de mucho antes?) al hombre de Estado, el gran Jordi Pujol, el noi del nacionalismo moderado y honesto, confesar que se encuentra en pecado mortal desde hace treinta años. ¿Qué coño es la UDEF, verdad, amigo Jordi?

¿Y qué coño es la honradez frente a la esencia nacionalista y la virtud de la independencia? ¿Qué coño importa tocar a las puertas de Europa con las mismas manos que han tocado millones de vergüenza y corrupción? ¿Qué coño vale la libertad de prensa frente a la prensa agradecida? ¿Qué coño importan los ciudadanos que pagan impuestos, sufren recortes, trabajan sin desmayo y son expoliados a mayor gloria de una falsa promesa de independencia para un país mejor? Tranquilo, Jordi, tranquilo, no despejaré estos interrogantes, tiempo tendrán los catalanes para hacerlo por mí y por ti.