Los ladrones de hogaño poco tienen que ver con aquellos de la serie televisiva de los noventa que da título al presente artículo salvo en que van a la oficina con minúscula, no al bar con ese nombre en la ficción, y hacen bueno aquel pensamiento del humorista Jaume Perich que en su genial libro Autopista, afirmaba: «El robo sin papeleo es un delito». Eso, escrito en 1971, tenía su mérito en una doble vertiente, pasar la censura de la época y demostrar que ya entonces había un trapicheo que nos iba a empezar a familiarizarnos con palabras como cohecho, prevaricación o malversación de caudales públicos.

Tampoco se parecen estos modernos cuatreros a los de Atraco a las tres, aquella inolvidable película de José María Forqué que se sintetiza en el refrán «quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón», en este caso una entidad bancaria. Y ha pasado más de medio siglo del estreno de la cinta.

Ni siquiera con la pieza teatral Los ladrones somos gente honrada que escribiera en la primera posguerra Enrique Jardiel Poncela aunque en la actualidad se nos antojen más honrados algunos ladrones que cumplen condena que sus congéneres de corbata que hacen las mil piruetas legales para no ir al trullo. Y juegan con ventaja porque sus cuentas corrientes están orondas, pueden pagar a buenos abogados y además en un principio acogerse a aquello de la «libertad bajo fianza» que me parece harto cuestionable. Porque si todos somos teóricamente iguales ante la ley, sin embargo juega con ventaja el que tiene dinero, más aún con las tasas judiciales actuales y el estado en que se encuentra el turno de oficio.

Y cuando leemos que en España está bajando en los últimos años el número de delitos y Madrid se ha convertido en la segunda capital más segura de Europa, sólo por detrás de Viena, uno piensa que el previsible incremento de robos y hurtos motivados por el hambre que ha generado la crisis, no ha sido tal, lo que demuestra que además el parado hace justa aquella expresión de «pobre pero honrado». Los delitos que se incrementan son aquellos relacionados con la explotación sexual o el tráfico de drogas que generan pingües beneficios.

E intuyo que es más fácil y rápido que un ladronzuelo de tres al cuarto ingrese en la cárcel tras un juicio rápido, que lo hagan estos sinvergüenzas de guante blanco y mano negra que deberían pasar años a la sombra pero devolviendo todo lo que han robado a una sociedad integrada por gente honesta, víctima directa o indirecta de ellos y a la que se le rasca el bolsillo hasta para pagar los desaguisados o ladronicios de esta calaña. Y no me meto en el acostumbrado saqueo legal en forma de comisiones bancarias y cláusulas leoninas en letra pequeña.

El escándalo de la familia Pujol, un clan que ha expoliado a sus paisanos y que en cuanto se hablaba del tres por ciento exigido por obra pública o de la financiación ilegal de su Convergència Democrática de Catalunya, ponía el grito en el cielo avivando el siempre útil victimismo en forma de que ya estaba España haciendo funcionar su maquinaria contra el noble pueblo catalán, sólo es una guinda más del pastel que parece que no se va a acabar nunca. Ya sabemos para qué anhelan ellos y su entorno soberanista una Hacienda catalana y la propia independencia: para hacer una república a su imagen y beneficio.

Hay que llevar a cabo una auténtica regeneración política, ética y moral de esta tierra; y no quiero considerarme un utópico, demagogo e ingenuo al afirmar que a ocupar puestos de cualquier índole deben ir personas honestas y preparadas conocedoras del desempeño de su función, con las manos limpias y la mente clara, más inteligentes que listas; que por ahí pululan demasiados mindundis espabilados que hacen buena aquella máxima del escritor galo François De La Rochefoucauld cuyo paso del tiempo no ha deteriorado: «Los espíritus mediocres suelen condenar todo aquello que está fuera del alcance de ellos».