Mi suegro, alcalde franquista y a la sazón también jefe local del Movimiento durante unos lustros en la época de la posguerra, era un hombre de principios. Era aquel tiempo en el que el servicio a los demás aún no entendía de dietas ni de kilometrajes, y la lexía corrupción no se había incorporado a los diccionarios; aquel tiempo en el que estaba prohibido escupir y blasfemar, y para dirigirse a Dios uno lo debía hacer en latín. En aquellos años difíciles, mi suegro no dudaba en incorporar entre sus colaboradores a hombres que no coincidían con sus ideas, y solía repetir hasta la saciedad que la convivencia era la asignatura más difícil de la filosofía de la vida. Quienes le conocieron le recuerdan como un hombre bueno; no en balde había heredado de su padre el apodo de «de bò».

La buena cuestión es que cuando tenía casi 95 años e intuyendo que la muerte pretendía infiltrarse en su casa, repetía una y otra vez sus dichos, una especie de latiguillos con los que cariñosamente azotaba a los que estábamos a su alrededor. Eran los mensajes propios del viajero que intuye que el camino llega a su fin. Nos los sabíamos todos de memoria antes de que los acabara, desde «El que és faener sempre té faena» hasta «Jo vaig anar la universitat del campo» pasando por «Els abogats: tots uns mentirosos».

Sabiendo también que la memoria es frágil, mis hijos y sobrinos emprendieron pacientemente la tarea de recopilar una antología de frases que amasan sabiduría, sagacidad y dotes de observación con el único fin de que, con el paso del tiempo, otros familiares también los recordaran. Evidentemente este manojo de frases y sentencias está a años luz de las que se incluyen, por ejemplo, en la ingente colección de refranes titulada La Philosophía vulgar (1568) del humanista sevillano Juan de Mal Lara y, por supuesto, están exentos de filosofía erasmiana y de todas esas cosas que los expertos puedan buscar en lo sencillo, que, por el mero hecho de serlo, no necesita ni siquiera de glosa. Pero qué duda cabe de que transmiten una filosofía y unos valores para ir por casa, sin pretensión de sentar cátedra más allá del círculo familiar, y que, con un poco de atención, si no se llega tarde, cualquiera puede descubrir en los allegados, porque como reza un aforismo irlandés «It is in men as in soils, where sometimes there is a vein of gold, which the owner knows not of» (Jonathan Swift, 1667-1745), es decir «En las personas y en los campos a veces se encuentran vetas de oro de cuya existencia ni siquiera el dueño es conocedor».

El año antes de morir, ya en cama y sin poder incorporarse, este hombre graduado en la universidad del campo observaba desde su lecho el discurrir de la procesión del Cristo en las fiestas patronales de Atzeneta cuando tuvo una visita inesperada: el arzobispo de Valencia, rompiendo todo protocolo, en un gesto nada habitual y emotivo que le honra como persona, abandonó la procesión y entró a visitar a este hombre enfermo. ¿Por qué? «Porque se lo merece» -habrían dicho los que le conocían por sus obras-, otra de sus frases favoritas cuando premiaban o distinguían a alguien por algún motivo digno.

Sirvan estas líneas como homenaje a todos nuestros mayores, de quienes tácitamente hemos heredado unos valores que, tal y como van las cosas, vamos a necesitar en el futuro, si no queremos que este mundo se convierta en un lugar asqueroso, insoportable y sin sentido con la digestión de nuevos casos de corrupción, avaricia e hipocresía a los que sin remedio nos tendremos que acostumbrar en lo que resta de año.