Esta primavera estuvieron de visita en mi escuela un grupo de estudiantes de Magisterio. Escucharon la charla que les ofrecimos las maestras, miraron las clases, el patio, preguntaron sus dudas y comentaron sus impresiones. De todo el intercambio, que fue rico, largo y tendido, contaré sólo un detalle: la extrañeza que les causó no ver en las clases «los paneles del rojo y del verde» que habían visto en otras escuelas visitadas.

-¿Y qué paneles son ésos?, pregunté.

-Los de la conducta, respondieron.

Les expliqué lo que pensábamos nosotras de estas políticas de premios y castigos que tienen a los niños «comprados» con las recompensas, en lugar de considerar que la recompensa es la satisfacción del logro obtenido a partir del propio esfuerzo; además de condenar al fracaso más estrepitoso a los niños que tienen dificultades que tardan en superar. Pensemos en un alumno que no para de moverse. Si tuviéramos que valorar con el color verde o rojo esa inquietud que le lleva a distraerse o molestar, le pondríamos siempre un gomet rojo, lo cual incidiría en hacer más notoria su desazón ante el grupo y en provocarle una mala imagen de sí mismo, dejando así cada vez más fijado su comportamiento y su desesperanza.

-Entonces. ¿qué hacéis ante una mala conducta, por ejemplo cuando un niño le pega a otro?

-Intervenimos en el sentido de manifestar nuestro disgusto, recordar la norma y hacerle ver el dolor y la pena del afectado. Siempre considerando la edad del niño, sus circunstancias, su manera de ser y también si es un hecho habitual o esporádico. Las consecuencias que pueden derivarse al poner un límite al niño oscilarán entre la riña, el pedirle que se disculpe, apartarlo un ratito de la actividad del grupo? Y si vemos que sus actuaciones no cambian y no logra incorporar nuestra demanda de respetar a los demás, hacemos una observación más exhaustiva, entrevistas con los padres.

A los niños les gusta ser felicitados, mejorar, avanzar? Y, aunque por su momento impulsivo, a veces se salten alguna norma, con un poco de freno y de explicación, vuelven a «entrar en ley». Así que, si un niño repite un comportamiento inadecuado (pegar, molestar, etc.), recibiendo la disconformidad del adulto al cargo, lo más lógico es que desee salir de ahí. Y si no lo hace, con frecuencia es porque no puede, está atrapado en una dinámica de conflicto, convirtiéndose su mala actuación, no en algo a controlar sin más, sino en una señal que nos avisa de que hay alguna problemática a resolver.

He visto niños que molestaban a otros como un modo de entrar en relación. O por estar alterados por tener a la madre en el hospital, o por haber tenido un hermano, o por la separación de los padres, incluso por estar cansados o hambrientos. Recuerdo un niño de tres años, nuevo en la escuela, que daba manotadas a todo el que se le acercaba. Al preguntarle por qué pegaba, dijo: «es que yo he venido al colegio a pegar» ¿Y por qué? «Para que no me peguen a mí». Una conducta reactiva en cierto modo «entendible» ante la inseguridad propia del tiempo de adaptación. Otra niña que empezó a pegar repentinamente, respondió así a mis preguntas sobre su comportamiento: «Tengo que pegar, porque mi bebé no me deja dormir. Y como no quieren que le pegue a él, les pego a los niños».

Pensando en los premios he recordado una entrevista con los padres de una alumna de cinco años. Me contaban la dinámica que se respiraba en su casa. «Se porta tan mal que estropea el ambiente. Hace llorar al pequeño, no nos hace caso cuando le decimos algo? Para evitar el jaleo, sólo nos funciona un sistema: darle un aliciente. Así, por un rato, tenemos la fiesta en paz». El aliciente resultó ser el móvil del padre o de la madre, con los que la niña quedaba como hipnotizada.

Les comenté que no conviene quemar etapas. Un niño expuesto al exceso de estimulación de las pantallas, queda prendido a ellas y ve pobre cualquier imagen, idea, dibujo o fabulación personal. También se le queda corto el ritmo escolar. Tanto los libros de texto, como las propuestas de las maestras, etc. van más despacio y con menos color, velocidad y sonido que los juegos a los que él juega. Así que desatiende, se aburre, se desconecta, y sólo aprende a la fuerza, o a base de puntos verdes o de alicientes. Pero sin entusiasmo, ni implicación, sin sensación de descubrimiento, sin alegría.

Me pregunto si nos hemos parado a pensar en el riesgo de entretener a los niños con premios o alicientes que los van a privar de lo mejor de sí mismos: su mundo interior. Las pantallas no son juguetitos inocentes o inocuos y los niños son material delicado, «en construcción». ¡Cuidado con las falsas nodrizas!