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El espectáculo que nos brindaron la semana pasada Esperanza Aguirre y Pablo Iglesias, tan altamente valorado por los medios de comunicación por su frescura mediática, reflejó con nitidez la altura de la clase política española, de cualquier ideología y condición, más preocupada o sólo ocupada en captar votantes, al precio que sea, mediante la transmisión de consignas y gestos con fuerte poder de persuasión. Ese parece ser el rasgo que caracteriza a unos políticos poco dados a huir de buenos titulares, aunque el mensaje brille por su ausencia o sea, como sucedió el otro día, poco edificante por la vacuidad del debate o confrontación verbal, aparentemente brillante, pero en el fondo, solo dirigida al lucimiento personal de los diestros.

Un diálogo de sordos, más próximo a un reto sobre quién la tenía más grande, si se me permite la vulgaridad. Cada cual, sin escuchar al adversario, al que ninguna atención y respeto se le dispensaba, disparaba sus dardos con el objetivo de acertar y dinamitar la credibilidad ajena. De este modo, en lugar de debatir, se tornó la discusión en un constante ir y venir de invectivas, que no peticiones sinceras, que eran rechazadas mecánicamente por el otro sin atender a su bondad o veracidad. Se trataba de zaherir, de lograr la victoria a los puntos, de ofrecer una imagen poderosa ante los votantes, de vencer, no de convencer, pues para esto último hace falta algo más que lo se ofrece. Así nos va y así nos irá.

Un combate dialéctico entre dos políticos cuya inteligencia queda fuera de toda duda, con gran capacidad de razonamiento, con agilidad mental, pero utilizada, desgraciadamente, para su propia satisfacción, inmediata o mediata. Inteligencias desperdiciadas, las de ambos, pues la soberbia pudo más que la razón y los fines previstos, más que el interés general.

Cada petición de uno, era respondida por el otro con una carga, con un reproche, sin valorar si lo que se pedía era digno de ser atendido, meditado y contestado. Porque, no eran cuestiones baladíes las que cada cual ponía sobre la mesa, sino asuntos de enorme trascendencia que merecían algo más que la frivolidad o el ingenio, que el ego de los interlocutores, su necesidad irrefrenable de acreditar públicamente su superior intelecto, su destreza en el teatral debate, olvidando o ignorando la capital importancia de lo que públicamente cada uno pedía al otro.

ETA y el terrorismo, con casi mil muertes, merece algo más por parte de Pablo Iglesias que un silencio que puede confundirse con la comprensión anacrónica de quien no parece haber superado los años setenta, atribución de una naturaleza política a una banda que no es tributaria de duda alguna acerca del carácter criminal de sus acciones. Los casos de corrupción de la Comunidad de Madrid, tampoco son cosa de broma o pueden ser ignorados sin más respuesta que el «y tú más», como hacía Esperanza Aguirre. Por poner dos ejemplos y sin entrar en la compleja cuestión de lo que se entienda por estados dictatoriales y el apoyo que todos los países les prestan cuando interesa o la venta de armas, asunto en el que España, tiene una trayectoria reconocida en todos sus gobiernos, con el silencio de los demás. Es el negocio y Pablo Iglesias debería pensarlo antes de hablar, pues no parece que nadie vaya a apoyar que este país deje de vender armamento cuando es uno de los mayores productores. Y el dinero no tiene nacionalidad, ni ideología. Que se lo pregunten a nuestros presidentes de Gobierno anteriores.

Pablo Iglesias ha sucumbido de lleno a la política en boga, por lo que poco cabe esperar de su formación una vez instalada en el sistema que ahora ataca con más errores de planteamiento, que aciertos, sin que ello signifique que sus propuestas no tengan, muchas de ellas, un alto grado de acierto como diagnóstico de una realidad que camina hacia la supresión del Estado social. Diagnóstico, que siempre es sencillo. Soluciones, que no lo son tanto y requieren menos eslóganes y más eficacia.

Su forma de hacer política ha entrado de lleno o lo han metido y ha caído en la trampa, en la instalada entre lo que él llama «la Casta», caracterizada, según sus mismas posiciones, por intereses personales que anteponen a los colectivos. La otra tarde, Iglesias entró al trapo cuando se provocó su indudable soberbia intelectual, cuando se le retó a un duelo dialéctico; en una situación así prefirió mostrar sus dotes personales, optó por no ceder ante una experimentada Aguirre y perdió a mi juicio el estilo sincero que afirma constituye la identidad de Podemos. Esperanza Aguirre, tal vez más lista o al menos con más experiencia, mostró a un Iglesias no muy alejado en las formas de los demás y con ello lo expuso ante una ciudadanía que, inconscientemente, lo identificará con el resto.

De todas formas, que a la prensa le parezca lo sucedido digno de encomio, expresa mejor que nada el nivel en que nos movemos. La política como espectáculo. Si no, fíjense la ejecutiva de Pedro Sánchez. Con estos mimbres, no se puede hacer una buena cesta.

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