Ya hemos comentado en otras ocasiones desde estas mismas páginas que uno de los males de nuestra sociedad, y lo que impide el avance de las civilizaciones, es el temor al error. El fatídico y consustancial terror que gran parte de la sociedad tiene a cometer un error. El miedo a equivocarse. Una reacción casi instintiva que suele darse al momento de tener que tomar decisiones y afrontar cambios de rumbo en la vida. Bien en el ejercicio de una profesión, bien en cualquier momento de nuestras vidas en el que hay que afrontar el reto de cambiar cosas, o dar un giro a algo que no funciona.

Pero muchas personas se pasan media vida, o tres cuartos de ella, pensando en lo que les puede ocurrir si toman una decisión, o en lo negativo que les puede deparar un acontecimiento concreto. En la realidad, un desgaste innecesario ante algo que puede ocurrir, pero que posiblemente no ocurra, porque se actúa con temor ante algo que no ha ocurrido, y que lo más seguro es que no ocurra. Así pues, la situación se nos presenta a dos niveles o esferas de actuación, a saber: una primera referida al temor a tomar decisiones por si nos equivocamos, lo que nos hace ser menos eficaces en la consecución de nuestros objetivos, y la segunda referida a que nos desgastamos inútilmente pensando lo que pueda ocurrir que no hará daño, cuando posiblemente ese acontecimiento no llegue nunca, y cuando en realidad ese desgaste lo deberíamos tener más cuando el hecho ocurra para estar suficientemente preparados para defendernos de él, o atacarlo debidamente, pero cuando esto acontece resulta que estamos tan desgastados de lo que hemos pensado que podría ocurrir y el temor a ello que los mecanismos defensivos o de ataque están tan tocados y agotados que no nos quedan ya ni fuerzas para afrontar el problema.

Me comentaba hace tiempo mi buen amigo Luis Galindo esta máxima que él suele explicar en sus reuniones de coaching al referirse al público que le escucha sobre este mal que sufre la sociedad y sobre el que todos deberíamos reflexionar. Esa forma de pensar acerca de «... y si ocurriera esto o aquello», «y si resulta que por hacer esto me pasa aquello otro...», «... y si resulta que...». Y mientras tanto ni se toman decisiones y perdemos literalmente el tiempo en pensar o preocuparnos de acontecimientos que en un 80% de posibilidades no van a ocurrir en ningún escenario.

Por ello, las rentabilidades en la vida y en el trabajo se obtienen cuando la forma de pensar es bien distinta a la táctica del temor a un futuro negativo. Cuando sabiendo lo que es bueno para nosotros ponemos todos los medios para alcanzar y conseguir esos logros, y cuando enfocamos nuestros esfuerzos en conseguir las metas que están en nuestros objetivos sin freno alguno y sin que nada nos pueda parar. No se trata, tampoco de actuar de forma irreflexiva, sino de actuar en positivo, con prudencia pero sin freno, y dirigiendo nuestra metodología de actuación a lo que sabemos que nos reportará buenos resultados con la esperanza de conseguirlo.

Y si no lo conseguimos, al menos lo habremos intentado y no se quedará en nuestro «debe» esa espina de no saber nunca si hubiéramos podido conseguir ese objetivo. Esto por un lado. Y por otro debemos evitar el desgaste de «los miedos» a lo desconocido, a las posibilidades de que ocurran hechos negativos que modifiquen nuestras vidas, porque a veces somos tan cabezotas que preferimos estar mal a cambiar nuestras formas de actuar por el miedo a si podemos estar igual de mal. Si lo piensan fríamente algo realmente curioso, pero que se da en muchos casos, porque es el temor, posiblemente, a lo que nunca ocurrirá. Y nos desgastamos en luchar o preocuparnos contra un futuro que no ocurrirá posiblemente nunca.