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Javier Llopis

Profesionales del engaño

En el inacabable Vía Crucis que padecemos los habitantes de la Comunitat Valenciana, ahora toca escandalizarse porque la Generalitat ha intentado engañar a la Comisión Europea metiendo en un cajón un pufo de 1.800 millones de euros en gastos sanitarios, en lo que es un claro intento de enmascarar parte del déficit de una Administración Pública arruinada, en la que se han ensañado todos los demonios del despilfarro y de la contabilidad creativa.

Hay que hacer un verdadero esfuerzo de voluntad intelectual para sorprenderse con esta noticia. El gobierno autonómico valenciano lleva casi dos décadas engañando a la gente con absoluta maestría y no hay ninguna razón de peso para no aplicarles el mismo método a los componentes de una cuadrilla de aburridos burócratas comunitarios que, además, viven a miles de kilómetros de distancia. Esta gente nos ha tomado el pelo sistemáticamente durante años a varios cientos de miles de ciudadanos, sin que les haya pasado nada especialmente grave y sin que nadie haya descubierto sus trucos. Nos han hecho creer que vivíamos un nuevo siglo de oro; nos han convencido de que éramos ricos y triunfadores, a pesar de que estábamos haciendo equilibrios mortales a muy pocos milímetros del abismo la miseria y nos han paseado por todo el mundo como un ejemplo de prosperidad y de brillantez, a pesar de que la maquinaria administrativa de esta Comunidad estaba podrida hasta la raíz y presentaba claros síntomas de necropsia. Estamos ante auténticos profesionales que han convertido el engaño en una floreciente industria política, que les ha permitido perpetuarse en el poder hasta que la inesperada llegada de la crisis económica les ha dejado bruscamente con todas las vergüenzas al aire.

Por duro que sea reconocerlo, el caso de las facturas sancionadas por Europa es un tema menor en un país que se ha gastado miles de millones de euros construyendo los descomunales decorados de una gran operación de simulación. Los mamotretos de Santiago Calatrava, los aeropuertos sin aviones, la Ciudad de la Luz, Terra Mítica, los directores de orquesta pagados a precio de oro, las televisiones autonómicas con plantillas desorbitadas y las millonadas dilapidadas durante la visita papal o las carreras de Fórmula 1 eran puro timo; un dineral gastado en el engaño, un dineral invertido en la construcción de la gran mentira patriótica: hacernos creer a nosotros y al resto del mundo civilizado, que este bendito Levante Feliz era una potencia internacional en la que los perros se ataban con longanizas gracias a los desvelos y a la inteligencia política de un grupo de gobernantes providenciales sin parangón en la reciente Historia de la Humanidad.

La denuncia de Bruselas contra nuestras cuentas amañadas es un clavo más en el ataúd de nuestro maltratado y casi difunto prestigio territorial. Es una nueva confirmación de que este grupo de dirigentes políticos no era trigo limpio y un aviso en el que se señala que cualquier posibilidad de futuro para la Comunitat Valenciana pasa obligatoriamente por el abandono drástico e inmediato de una fórmula de gestión pública totalmente vacía de contenidos y basada exclusivamente en las apariencias; un sistema averiado en origen, que en muy pocos meses ha sido capaz de transformar el orgullo nacional en vergonzante ruina.

Retorciendo el viejo eslogan del extinto Rubalcaba en la noche de 13-M: «Los valencianos se merecen un gobierno que nos les mienta». Si las próximas elecciones producen el anunciado cambio de color político en la Generalitat, la primera obligación de los nuevos gobernantes será la de contarles la verdad a unos ciudadanos cuyos altísimos niveles de credulidad se han visto ampliamente desbordados por casi dos décadas de cuentos chinos y de orquestadas manipulaciones de la situación real de esta autonomía.

Por encima de las urgentes actuaciones en materia de sanidad, educación, cultura o servicios sociales, ésta debe ser la primera línea de actuación para aquellos políticos que pretenden dirigir la regeneración de este maltratado país. Tras una larga y traumática estancia en el reino de Nunca Jamás, ya va siendo hora de que alguien trate a los valencianos como personas adultas inteligentes, capaces de distinguir la dura realidad de los desvaríos mesiánicos de cualquier gobernante aquejado por los delirios de grandeza.

Esta tierra necesita un urgente baño de normalidad, un tratamiento de choque, que nos devuelva por la vía rápida a aquellos felices tiempos en los que dos y dos siempre sumaban cuatro y en los que la política se ejercía desde la sensatez y el realismo. El político (o los políticos) que consiga obrar este milagro tendrá para siempre un lugar de honor en el libro de nuestra Historia, justo al lado de la terrorífica galería de frikis y desahogados que nos condujeron al desastre.

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