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Clásicos para Cataluña

En los clásicos es difícil encontrar respuestas: vivieron en un mundo diferente al nuestro. Pero los tales sí son útiles para plantear preguntas que ayuden a entender qué es lo que está pasando. Ya se sabe: un problema mal planteado, raramente tiene solución.

Tenemos, en primer lugar, el llamado teorema de William I. Thomas (1863-1947). Dice, en una obra de 1928, que si los actores sociales definen una situación como real, esta tendrá consecuencias reales. El ejemplo, cuando yo era estudiante, era la liquidez de un banco: si el público llega a pensar que no hay tal, lo más probable es que corran a sacar sus dineros del dicho banco con lo que lo que en un primer momento podía ser falso, se convierte en verdadero y el banco deje de tener liquidez. Traducido a nuestra tema, resulta curioso cómo se discute sobre la «base empírica» de los respectivos nacionalismos (el españolista y el catalanista). Los datos históricos se arrojan de unos a otros como si ahí residiese el problema. Y no es así. Un número significativo de actores sociales de un lado y de otro definen su «realidad» como nacional (España, la única nación; «som una nació») y eso se convierte en real en sus consecuencias aunque sea abundantemente falto de base empírica.

Claro que siempre hay algo de base. Es poco viable un experimento como el finlandés: crear un nacionalismo casi de la nada. Lo que se observa es que siempre hay algo en qué agarrarse para definir la situación de una forma u otra. Como con los bancos: esos rumores son propios de contextos económicos inestables. De todos modos, hay otro clásico que ayuda a entender hasta el finlandés: Georg Simmel (1858-1918), en la versión que de sus ideas hizo Lewis Coser en 1956. Lo que vienen a decir y es útil aquí es que si un grupo se siente amenazado, es más probable que se aglutine. No hace falta que la amenaza sea real. Basta que los actores sociales la definan como tal (Thomas de nuevo). Pero un buen enemigo «fuera» del grupo es ideal para montar un buen nacionalismo. Los «malos» nos amenazan, se dirá, así que unámonos y defendámonos contra sus amenazas.

Y ahí entra un tercer clásico, Robert Michels (1876-1936) en este caso y su «férrea ley de la oligarquía» que publicó en un libro de 1911. Lo que decía era muy sencillo: a medida que una organización crece y se hace más compleja, sus líderes comenzarán a dedicar más y más esfuerzos a mantener la estructura (y a mantenerse en el poder de la misma) que a conseguir los objetivos iniciales de la tal organización. Michels se refería a partidos políticos (es el título de su libro) y no vendrá mal tenerlo en cuenta a la hora de hacerse una imagen algo menos sesgada sobre «la que está cayendo».

Tenemos, entonces, que, sobre bases reales, se ha conseguido que amplias capas de las respectivas poblaciones sientan (porque no se trata de razonamientos, sino de sentimientos, de ahí el entusiasmo) de una determinada manera en que los líderes políticos han encontrado un campo interesante para practicar la «férrea ley de la oligarquía» utilizando la amenaza externa para aglutinar lo más posible a sus ciudadanos. No es nada original: el españolismo franquista o el nacionalismo estadounidense -constante- tienen la misma lógica. Gibraltar era un buen argumento para mostrar cómo la sagrada unidad de la patria venía mancillada por una bandera extranjera en el territorio propio: sentimientos, unificación, oligarquía. Y Reagan invadió Granada (la isla) para unificar a USA frente a un enemigo exterior como la Junta argentina hizo con las Malvinas y Thatcher aprovechó con las Falklands.

Podemos discutir eternamente quién es nación, quién ataca a quién y quién manda aquí. Esto último es lo más fácilmente observable. Lo del ataque es más controvertible y lo de ser «nación» es cuestión de fe, creer en lo que no se ve: como los dioses, las naciones solo existen en la mente de sus creyentes, pero tienen consecuencias observables. En qué se basan unos y otras es cosa algo más complicada. Las naciones, en la Historia (así, con mayúsculas). Los dioses, para los judeocristianomusulmanes, en un Libro que solo tiene valor si ya crees en él.

Los conflictos que usan la religión como bandera son muy complicados. Los nacionalistas, en cambio, serían sencillos si fuésemos razonables y si los políticos de uno y otro signo no estuviesen atrapados por su férrea ley. Pero son más negociables.

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