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Bartolomé Pérez Gálvez

Las drogas y los monos sabios

A la vista de los barómetros que publica el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), a pocos preocupa ya el consumo de drogas por estas tierras. Para ser justos, convendría aclarar que no es que el tema nos importe un rábano; pero el drama del paro, el castigo al que nos viene sometiendo esta terrible crisis, que ha tambaleado los pilares del estado del bienestar, y la desesperanza, rabia e impotencia generada por la corrupción política se han convertido en problemas absolutamente prioritarios para los ciudadanos. Todo lo demás ha quedado relegado a un cuarto, quinto, o sexto puesto. Lo del cannabis, la cocaína o la heroína parece un mal menor ¡por no hablar del alcohol!

Lejos han quedado los años en que las estadísticas reflejaban que sólo el desempleo nos alarmaba más que las drogas. Y, en cierto modo, es buena señal que así sea. Inquieta, sin embargo, que aceptemos -por aparcada en el rincón del olvido- una lacra que complica el futuro de muchas generaciones. Más aún cuando nos mantenemos a la cabeza del ranking mundial del consumo de sustancias y no hay previsión alguna de que la situación cambie a mejor a medio plazo. A pesar de esta realidad, seguimos actuando como los tres monos sabios: ni vemos, ni oímos, ni hablamos del asunto. Como si no existiera.

Según el Informe Mundial sobre las Drogas 2014, recientemente publicado por Naciones Unidas, los adolescentes españoles lideran el consumo de cannabis, y ocupan la tercera posición respecto a la cocaína y la heroína, sólo superados por israelitas y búlgaros. Independientemente de los resultados que nos ofrecen los barómetros del CIS, es evidente que hay motivos para preocuparse. Por mucho que no queramos ver la realidad, ésta no se modificará si no intervenimos sobre ella.

Durante años -demasiados, excesivos- el discurso de las drogas se ha limitado casi exclusivamente a su componente social y, dentro de este campo, más bien circunscrito a su consideración penal. Más allá de los aspectos legales, debería preocuparnos el futuro de las acciones incluidas en lo que comúnmente se denomina «reducción de la demanda». Esto es, la prevención y, especialmente, el tratamiento. La primera se ha incluido tangencialmente en el discurso social. Es una medida políticamente más correcta y menos comprometida aunque, lamentablemente, a veces dotada de más folklore que de evidencia científica. Sin embargo, la oferta de tratamiento -basada en la equidad asistencial y la eficacia contrastada- no ocupa su merecido protagonismo. Hemos perdido muchos esfuerzos en las disquisiciones legales y, por el contrario, pocas veces se analiza si la oferta de tratamientos es coherente con las necesidades que presenta la sociedad española.

En una adaptación «ad hoc» del principio de Pareto, se estima que el 67% del narcotráfico se dirige al 25% de los consumidores de drogas, precisamente aquellos que necesitan algún tipo de tratamiento. En otros términos, una asistencia accesible y equitativa, basada en criterios de evidencia científica -y no en creencias u opiniones subjetivas-, constituye el método más eficiente para disminuir el mercado de estas sustancias. Siendo así, no deja de ser llamativo que la estrategia más eficaz para reducir la demanda de drogas sea, precisamente, la menos desarrollada. No es de extrañar que, desde hace ya una década, la Oficina de Naciones Unidas para la Droga y el Delito (UNODC) venga poniendo en tela de juicio la existencia real de una oferta de tratamiento adecuada y se plantee las razones que justifican esta deficiencia.

Basta analizar los criterios de priorización presupuestaria para entender, cuando menos en parte, por qué no se invierte más en tratamientos. El reparto de los fondos destinados a sufragar los gastos de los programas sociales suele estar condicionado por tres interrogantes. En primer lugar, cabe preguntarse si la necesidad es suficientemente importante para la sociedad que va a recibir el servicio. En el caso de la adicción a las drogas, así parece ser. A pesar de ello, la obstinación de algunos en ocultar, tergiversar o, simplemente, no disponer de datos actualizados, favorece la incorrecta percepción social de que el problema no es tan severo y, en consecuencia, no se hace preciso realizar esfuerzo presupuestario alguno. Ésta debiera ser una de las funciones principales de los responsables públicos pero, una vez más, encontramos a los monos sabios. Y es que, la probabilidad de mantener un puesto público, acaba siendo directamente proporcional al tiempo en que se permanece callado y sin pelear el presupuesto. Para algunos es mejor no actuar y dejar pasar el tiempo. Así nos va.

La segunda cuestión radica en conocer si la medida es efectiva porque, de no ser así, parece lógico que no deba invertirse en ella. En el Día Mundial contra las Drogas celebrado el pasado jueves, Naciones Unidas ha querido destacar la condición de las drogodependencias como enfermedades prevenibles y que disponen de tratamientos eficaces. Va siendo hora de abandonar discursos pesimistas, que no se sustentan en argumentación científica alguna. La realidad es que las personas drogodependientes tienen un mejor pronóstico que otros enfermos crónicos como los asmáticos, hipertensos o diabéticos. Las recaídas son más comunes, entre quienes presentan estas enfermedades tan habituales, que entre los dependientes a algún tipo de droga, incluyendo el alcohol como principal sustancia adictiva. Obviamente no se trata de opiniones personales ni visiones subjetivas, sino de los resultados de múltiples estudios científicos. Ahora bien, la cuestión estriba en actuar correctamente, disponiendo de los medios adecuados y favoreciendo la accesibilidad al tratamiento. La oferta asistencial limitada -bien por carencias de medios, bien de conocimientos actualizados- acaba siendo ineficiente. Pero, en cualquier caso, el viejo mito de que «de las drogas no se sale» está bastante lejos de ser una realidad. Y así estamos obligados a transmitirlo.

Finalmente, hay que rebatir la creencia insolidaria de que el adicto es responsable de su enfermedad. Difícilmente se puede ser culpable de una patología que dispone de una base neurobiológica suficientemente contrastada. Podemos hablar de motivación pero ¿acaso la tenemos siempre que planteamos hacer algún cambio en nuestra vida? Responsabilidad, culpa y motivación son tres conceptos que debemos mantener claramente diferenciados. Más aún en una enfermedad en la que el castigo y la confrontación difícilmente conllevan al éxito terapéutico.

Ver, oír y hablar de drogas, nos vendría bien. Cuando menos, volveríamos a mostrar una actitud proactiva frente al problema. Necesitamos recobrarla, aunque sólo sea una vez al año. Por algo se empieza.

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