ruselas es una ciudad extraña. Podría decirse que es la anticiudad, por su descosida trama urbana. Dicen que figura en los manuales como modelo de crecimiento indeseable, como ejemplo a evitar. Según cuentan, las Instituciones Europeas están instaladas «provisionalmente» en Bruselas, aunque la «provisionalidad» dura demasiados años y se concreta en mastodónticos edificios en los que hay invertidos miles de millones de euros. Imposible imaginar que la sede pudiera ubicarse ya en otro sitio. Lo cierto es que el paisaje de esa ciudad, en el área donde se concentran las actividades de los organismos de la Unión Europea, lo componen trozos de calle con edificios de tres o cuatro alturas, levantados en su mayoría entre los años finales del siglo XIX y el primer tercio del XX, graciosos y de muy bella factura. Estos oasis, cargados de interesantes detalles arquitectónicos, se encuentran salpicados de enormes moles de vidrio y acero, impersonales y de muy dudoso gusto, que ocupan la mayor parte del espacio urbano. Se podría decir que el urbanismo bruselense es, de alguna manera, una metáfora de la confusión que reina en el funcionamiento de la UE.

Europa se encuentra en una encrucijada. No está nada claro que el camino hacia una mayor integración política y social se esté recorriendo a la velocidad adecuada o, simplemente, se esté recorriendo. En la tensión entre el método comunitario (las decisiones se adoptan por instituciones, como el Parlamento o la Comisión que representan, en grado diferente, a todos los ciudadanos europeos) o el método intergubernamental (las decisiones se adoptan por los miembros de los gobiernos nacionales reunidos en el Consejo), se está imponiendo este último. La diferencia no es baladí. Los miembros del Consejo responden a una visión «nacional» de los problemas y de sus soluciones. Podríamos decir que «barren para casa». Pero la lógica de barrer para casa es una lógica disgregadora. No fortalece el conjunto sino sus partes, en mayor o menor medida y dependiendo de la potencia de cada cual. El método comunitario, aunque no pueda eliminar los intereses territoriales, permite al Parlamento y a la Comisión actuar considerando el interés del conjunto.

La Unión Europea sólo tiene sentido si se trabaja para el todo. Esto no puede ser un juego de suma cero, donde uno gana lo que pierde otro. El trabajo en común debe ofrecer un plus de eficacia sobre la suma del trabajo de las partes. Esta ventaja desaparece si todos vamos a «sacar», que es lo que parece que hacen los miembros de los gobiernos, según nos cuentan a la salida de las reuniones del Consejo. Las diferencias de intereses y los enfrentamientos inevitables entre los 28 miembros que asisten a los Consejos eternizan la solución de los problemas, como estamos comprobando con irritación. Echando la vista atrás, hoy debemos lamentar el fracaso de hace unos años, cuando la aprobación de la Constitución Europea fue abortada por el resultado contrario del referéndum en Francia y en Holanda.

Por si fuera poco, la creación de una moneda única, sin una entidad política comunitaria y fuerte detrás, está resultando dramática para los países del sur, los más débiles económicamente. Como nadie vela por el conjunto, se imponen los que ahora son más potentes. Imponen sus intereses y, también, la visión ideológica de los problemas que tienen sus gobiernos. Esta es otra consecuencia del perverso método intergubernamental: se enmascara la verdadera naturaleza ideológica de los asuntos. Este método, con su enfoque nacional de los problemas, favorece el desarrollo de los nacionalismos que tan caro le han costado a Europa en el pasado. Unas instituciones verdaderamente comunitarias, con poder de decisión, deberían actuar contundentemente contra el desempleo y el estancamiento económico, que son el principal problema de la Europa más débil. Pero eso, hoy, exige aceptar los postulados de la izquierda: un mayor protagonismo público en la economía, una potenciación de los servicios públicos y una mayor redistribución de la renta y de la riqueza. La derecha siempre ha rentabilizado mejor el discurso de los nacionalismos que, junto con la religión, es su terreno de juego natural. Si, además, domina en los países ahora fuertes, el método intergubernamental le garantiza el éxito de sus políticas de clase, en toda Europa. La izquierda, por el momento y al margen de pequeños fuegos de artificio, sólo puede aspirar a que se suavice la dureza de los recortes y se alarguen los plazos del ajuste del déficit. Es deprimente pero es lo que han dado las elecciones, aunque algunos crean que han ganado los recién llegados.

Escribo esto desde Bruselas, atrapado por la huelga de controladores franceses, que no deja de ser otra metáfora de lo que afectan los problemas nacionales al funcionamiento de las instituciones europeas. Aquí ha estado también Fabra quejándose, ante el Comité de Regiones, de los problemas de financiación autonómica que tiene la Comunidad Valenciana. Los representantes de otros países deben estar todavía alucinando. El president no se atreve a defender el asunto en el Congreso de los Diputados, que es donde toca y lo trae a Bruselas, donde a nadie le importa porque es un asunto estrictamente interno de España. No sé si se trata de una costosa manera de viajar y perder el tiempo o si se persigue confundir a los valencianos, haciéndoles creer que se pelea por mejorar nuestra financiación. Claro que si quiere pelear, es mejor acudir donde está la cita con el adversario y no dar voces en la otra punta de Europa. Un nuevo engaño perpetrado abusando de la confusión de Bruselas.