No es la primera vez que reflexiono y escribo sobre la idea del Otro. De hecho, mi primer contacto con esta noción se remonta al curso 1975-76 con la lectura del libro de Leslie A. Fiedler The Stranger in Shakespeare. El Otro amalgama todo aquello que es ajeno a nuestra propia identidad que, al sentirse tambaleada, nos produce miedo y desazón. En el libro de Fiedler el Otro es la mujer, el moro (Otelo), el nativo (La Tempestad) y el judío (El mercader de Venecia). Dado que Shakespeare desarrolla su quehacer en una cultura primordialmente patriarcal, no resulta extraño que la mujer sea objeto de atención continua en su obra. Como tampoco sorprende que la crítica feminista actual la haya escrutado milimétricamente y, a pesar de que algunas estudiosas califiquen al bardo inglés de protofeminista, la mayoría no duda en otorgarle el título de misógino consumado.

Un reciente artículo del historiador Álvarez Junco ha reactivado la vieja tradición de «el temor al maligno», con lo que estas y otras cuestiones demuestran la vigencia de la idea del Otro; son matices que afectan nuestra vida diaria en diferentes ámbitos, aunque rara vez nos detengamos a analizarlos con la calma que deberíamos. El Otro es siempre la oveja negra en un rebaño de blancas; es el que habla una lengua que me es ajena, y el que en unas elecciones vota a quien a mí no se me ocurriría votar. Es el nacionalista, ante el que se crea una coraza protectora. El Otro, en el tardofranquismo, era la burguesía capitalista de la que oíamos hablar hasta la saciedad en las asambleas de la facultad. A lo largo de nuestra historia, el chivo expiatorio unas veces ha recaído en los ricos, y otras, en el clero.

Al Otro se le combate con la creación de asociaciones que agrupan a individuos con el fin de defender unos intereses determinados. El Otro es el mundo de la prostitución, el que engloba al mundo queer y al de los gitanos, o aquellos que acaparan toda una serie de mensajes segregadores y xenófobos. Para los romanos el Otro eran los bárbaros, ante quienes no dudaban en levantar su espada como seña de identidad propia hasta sojuzgarlos. Y en la Edad Media, debido al odio y temor que las mujeres inspiran, los hombres europeos no dudan en inventar cazas de brujas, algunas voladoras, y también quemar herejes. O torturar despiadadamente hasta que el perseguido confesaba su asistencia a un sabbat o aquelarre. Existe bibliografía para documentarse sobre el origen de esa aversión inculcada de generación en generación como, por ejemplo, Los demonios familiares de Europa de Norman Cohn, y en España podemos acudir a los estudios de Julio Caro Baroja. Europa fue especialista en crear grupos de demonizados, y los países más poderosos incluso exportaron con éxito el modelo a aquellas tierras que iban colonizando.

Pero no hace falta alejarnos tanto del presente. Todos recordamos la dinámica de la persecución y del exterminio de los judíos por parte de los nazis. Recientemente el Otro es la demonizada clase obrera que tan magistralmente ha retratado Owen Jones en su libro sobre los chavs „tradúzcase por chusma o gentuza, insulto o término despectivo que a nadie parece importar demasiado„. A finales del mes pasado, el miedo, el odio y el menosprecio al Otro se han expresado libremente en las urnas europeas: el Ukip británico y el Frente Nacional francés, entre otros, han mandado sus mensajes al resto de ciudadanos. Pero no nos engañemos: toda asociación o grupo político que surge para proteger señas de identidad propias y se erige en guardián único de la verdad, anatemizando al diferente, debe producir cuanto menos turbación en el entorno. Para cualquier partido que gobierna, el Otro es la oposición en bloque. Para la mayoría de nosotros son los banqueros, que no entienden otro lenguaje que el del beneficio, y también lo son las tramas de corruptos poderosos a quienes siempre les ampara una variante de la ley y que rara vez dan con sus huesos en la cárcel.

Para nosotros, en diferentes momentos de la historia, los Otros fueron los jesuitas „y ahora, curiosamente, un jesuita ocupa la silla de san Pedro„, los turcos, los gitanos, la Ilustración francesa y su Enciclopedia, todo lo liberal, etc. Y también los cristianos con sus Cruzadas contra los infieles aportaron su granito de arena. O nuestra distinguida participación en los tribunales de la Inquisición, quemando vivos a los acusados, y olvidando, cuando se trataba de moros o judíos, su valiosísima aportación en numerosos campos „recuérdese al físico judío que tratraba los problemas oculares del padre de Fernando el Católico en la serie de televisión Isabel„. Otro ejemplo es nuestra participación en la lucha contra la Reforma con la creación de la Contrarreforma. Tampoco nadie con un poco de memoria habrá olvidado que para Franco el Otro era aquella conspiración judeo masónica que como una nube negra nos perseguía desde, por lo menos, los tiempos de Felipe II, pero los más perversos de todos eran, recordemos, los comunistas. El Otro también se palpa en ambientes locales cuando se tratan temas como el de la integración real de la mujer en la Fiesta de Alcoi.

En fin, el Otro es el inmigrante subsahariano que sortea vallas y cuchillas un día tras otro; es el okupa desalojado con medios contundentes de su asentamiento provisional; es el desahuciado que no tiene recursos para pagar su hipoteca; son los que refugian en nuestros portales, a quienes damos la bienvenida con púas antimendigo. Por cierto, de ninguno de estos colectivos oí hablar al papa Francisco, hace una semana, en la primera entrevista en nuestro idioma que se le hace nunca a un papa.