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Primero entre iguales

Ayer era un día especial para muchos jóvenes entre veinte y treinta años que no conocieron a Franco, ni el 23-F, ni el ingreso en el Mercado Común y la OTAN, ni los televisores en blanco y negro con su carta de ajuste y rombos de advertencia en una esquina de la pantalla en cuanto amagaba un escote. El primer acontecimiento histórico del que iban a ser testigos era la proclamación de Felipe VI y se sintieron moderadamente decepcionados por la grave sobriedad de la ceremonia que fue continuación natural del acto de abdicación celebrado la víspera. Quizás ellos imaginaban un crucifijo omnipresente, cetros de marfil, capas de armiño, una corona con incrustaciones preciosas y una claque de cardenales y almirantes escoltando a los nuevos soberanos, el boato anacrónico que asociamos instintivamente a una institución también anacrónica.

Desde luego así habría ocurrido en Gran Bretaña o los países escandinavos, pero la monarquía española comparte la idiosincrasia contradictoria de sus súbditos. Sólo en España parece aconsejable políticamente que el padre del nuevo Rey no asista a su proclamación y sí lo hagan representantes de instituciones que se declaran ajenas a la nación y a la monarquía. Cuando Felipe VI aludió en su magnífico discurso a la unidad nacional, el sagaz realizador de TVE enfocó los rostros de Mas y Urkullu y el espectador inevitablemente evocó a dos pacientes en la sala de espera del dentista. Fue un guiño necesario en tiempos de tribulación, pero también discreto ya que el discurso mantuvo un tono trascendente sin concesiones a lo visceral.

Las dinastías conquistan el poder con audacia, pero es la sagacidad lo que les permite conservarlo y un precedente extrañamente contemporáneo es el de la abdicación de Carlos V en su hijo Felipe. Hay coincidencias sorprendentes: crisis de la monarquía, agotamiento del titular y un heredero adecuado por temperamento y formación. Antes de retirarse a Yuste, el emperador escribió para su hijo un código de buen gobierno que se conocen por «Instrucciones». Junto a los consejos que cualquier padre daría a su hijo, abundan los del político a su sucesor. Cinco siglos más tarde, sólo el castellano antiguo delata su origen. Aconseja Carlos: «Guardaos mucho de no dar promesa de cosa de porvenir ni expectativa, pues ordinariamente no se sigue buen suceso de anticipar el tiempo en cosas semejantes». Y más adelante: «Habéis de ser en todo muy templado y moderado; guardaos de ser furioso y con la furia nunca ejecutéis nada; sed afable y humilde».

Felipe VI va a tener sobradas oportunidades de aplicar este recetario. Desde ayer es el monarca de un país cuya estructura territorial está desmenuzándose a la misma velocidad que su sistema de partidos y en el que la crisis económica amenaza con la extinción de la clase media. El diagnóstico no es mío, sino de un político del PP que compara la ortodoxia contable de Rajoy con las inútiles sangrías que los médicos medievales aplicaban a los enfermos. Debe presentarse a unas elecciones autonómicas dentro de unos meses y no sabe si tendrá que hacerlo por lo civil o por lo criminal. No hay régimen parlamentario, sea monarquía o república, que pueda subsistir sin una mayoría social razonablemente satisfecha de su rutina. Aunque sea un debate incluso melancólico en ocasiones, el punto de fisión no es un referéndum sobre la forma del Estado. Guste o no a los partidarios de la república, la monarquía española, cualquier monarquía parlamentaria, es tácitamente electiva y la idoneidad del heredero prima sobre sus derechos sucesorios como bien saben algunos excluidos. La fórmula «primus inter pares», sin ser demasiado precisa, sí permite al menos convertir en legible los trazos gruesos de los monarcas del siglo XXI. Concluye el emperador: «Daréis, hijo, las audiencias necesarias y seréis blando en vuestras respuestas y paciente en el oír; y también habréis de tener horas para ser entre la gente visto». Lo que, bien mirado, es el mejor consejo para un capitán general sin mando.

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