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Matías Vallés

Felipe XXI declara inaugurado este siglo

Al fin solos. Felipe de Borbón ya es el rey de todos los españoles menos una. Tras la abrupta cesión, la dulce sucesión. Un error de calendario colocó el discurso de proclamación con un día de retraso. Se porfió para evitar el magnetismo del Mundial cuando, de haber escuchado la arenga felipista antes del partido, los seleccionados de Del Bosque habrían goleado a Chile.

En resumen, Felipe XXI declaró inaugurado este siglo. Se colocó bajo la advocación laica de «una realidad bien distinta del siglo XX». Gracias, majestad, pero llevamos recorrida una cuota apreciable de la centuria. Nos hemos acostumbrado a sus vaivenes, la mitad de españoles ha navegado más años en el siglo actual que en el anterior. Sin embargo, el rey estaba confesando subrepticiamente que La Zarzuela lleva tres lustros de siesta, el palacio no ha despertado de la Nochevieja de 1999. Está a por uvas.

Habría más polisemias y dobles lecturas, en un discurso despojado sabiamente de imaginería religiosa de escayola. Felipe XXI prometió que el único brazo incorrupto de su reinado sería el suyo. Y el de su santa. Abordó la corrupción sin mencionarla explícitamente, para no adelantarse al juez Castro a la hora de enviar a su hermana Cristina al banquillo. Sin embargo, un debut con «conducta íntegra, honesta y transparente» y donde la «ejemplaridad preside» no puede considerarse decepcionante.

La hojarasca de la oratoria zarzuelera no ocultó dos joyas del discurso pronunciado en voz baja y con abundantes tropiezos por Felipe XXI. Inopinadamente, le propinó una patada a la memoria paterna al proclamar que «comienza el reinado de un rey constitucional». Ergo, el anterior no lo fue. Con su engañosa timidez, el rey-príncipe decretaba la instauración monárquica, y ponía en duda la legitimidad previa a su llegada. Desde la supremacía de la cronología sobre la genealogía, reinventaba el siglo, aunque a nadie se le oculta que estaba maquillando de paso su ascenso al trono sin referéndum. Este vicio de origen lastra su reinado con intensidad paralela a la sombra de Franco, que se cernía acechante sobre su padre.

Sin embargo, la frase crucial del debut se revistió de una apelación genérica. Un incrédulo «¿qué ha dicho?» apostillaba por fuerza a la defensa regia de «todas las formas de sentirse español». De este modo, Felipe XXI se instalaba en el vecindario de otros de sus predecesores, Felipe V González, autor del memorable manifiesto «no quiero que nadie me diga cómo tengo que ser español». Y también acampa su discurso de proclamación en las cercanías de Pablo Iglesias 2.0, cuando se define «patriota» frente a los cursis de la banderita en la muñeca. Por cierto, Felipe XXI lució la enseña en el reloj cuando solo era Felipe XX, y aún no se atrevía a contraponer la nociva «uniformidad» a la «unidad». De nuevo, por primera vez se introducía un matiz regio en el concepto jupiterino. Solo podemos ser uno si somos diferentes.

Felipe XXI ha de reinar simultáneamente sobre España y sobre la volcánica Letizia I, a falta de evaluar la labor más ardua entre ellas. En un paréntesis para atender al ceremonial, la esposa de Rajoy no consiguió colarse como el día anterior en el Palacio Real entre los representantes de los poderes del Estado, pese a su indiscutible poder sobre su marido. Su distanciamiento anula probablemente la coronación. Reexaminando la renuncia copresidida por la esposa de Rajoy sin que nadie le preguntara qué pintaba ahí, se observa una desconexión absoluta de los restos del naufragio de la Familia Real con el resto del país. Aislados en su burbuja, se asemejaban a los deudos congregados en el despacho del notario para escuchar el testamento del patriarca en presencia del legatario. De ahí la importancia de que Felipe XXI encajara la monarquía en el «cauce para la conexión entre los españoles».

Si se descartan los pronunciamientos apriorísticos a favor y en contra de Felipe XXI, su gelidez ha suscitado la indecisión entre los espectadores del discurso de coronación. La pregunta que resuelve el dilema es la regla de oro de la oratoria, «¿has estado escuchando?». El texto ha impactado si no te ha distraído desde los primeros acordes la naturalidad de las Infantas, no imitada por su madre y que contrastaba con la taxidermia de Rajoy y de un Posadas que lanza florilegios sobre un «reinado fructífero», como si todavía viviéramos en el siglo XX.

En su presentación ante los ciudadanos, que no súbditos, Felipe XXI no logró omitir el rutinario listado de tareas, inevitable en las intervenciones protocolarias. La obligación de enumerar viene acompañada por la tentación de dedicar más atención a los sucesos de cuarenta años atrás, encaminados a «superar diferencias que parecían insalvables», que a la lacerante actualidad. Para su fortuna, el rey no se mide con el ideal de un jefe de Estado, sino con la prosa acartonada que se había impuesto en los parlamentos de Juan Carlos. El exrey nunca fue tan hiriente y silente con sus próximos como en la abdicación del Palacio Real. Este desaire obligó a su hijo a extender un bálsamo sobre las víctimas femeninas del desdén paterno.

De ahí que Felipe XXI empezara por restañar las heridas infligidas por Juan Carlos de Borbón a su madre y a su esposa, desdeñadas olímpicamente en el ritual de jubilación. El desagravio a Sofía de Grecia y a Letizia Ortiz alargó el capítulo de agradecimientos, por encima de lo deseable para mantener la atención de la audiencia. A cambio, reafirmó la estampa rupturista del rey. Ni siquiera está claro que pretenda la continuidad de un reinado cuyas descacharrantes etapas finales no se le escapan.

Al igual que Chaplin, también Felipe XXI exige libertad para cometer sus propios errores. Se le reprocha ya su limitada implicación con las tribulaciones de sus conciudadanos, aunque la petición bisada de empleos aportó los fragmentos más feroces de la toma de posesión. Solo la trayectoria de la selección en el Mundial, en la única actividad de su país que le interesa, ha conmocionado a Rajoy con una intensidad paralela a la apelación de todo un rey a las «víctimas de la crisis», además «heridas en su dignidad como personas» por las medidas del Gobierno.

De ahí que Rajoy se despierte para aplaudir las menciones regias al terrorismo y al reconocimiento de las lenguas oficiales. En cambio, se olvida de jalear las «heridas a la dignidad» y los llamados a la «ejemplaridad», no sea que también se refirieran a sus manejos bien remunerados con Bárcenas. Al prodigar estas menciones, Felipe XXI intentaba zafarse de la pinza en que le han atrapado PP y PSOE, artífices tramposos de su coronación a través de un Parlamento que ha dejado de reflejar la correlación electoral. La contrapartida es clara, facilitamos tu entrada a cambio de que tapones nuestra salida.

Sobrecargar de expectativas a Felipe XXI es más perjudicial que abogar directamente por la república. Es solo un rey. Desear la corona durante media vida no garantiza el éxito de su desempeño en la otra mitad. Por contra, al escuchar a Felipe XXI denunciando los problemas que no puede solucionar, se adquiere la certidumbre de que la sucesión se produjo tiempo atrás. Y se entiende la alegría de la injustamente preterida Elena de Borbón, feliz por haberse librado de uno de los trabajos más inestables de España.

Comentar una coronación es una tarea vulgar, hasta que adviertes que los fósiles de esta jornada serán desenterrados con especial avidez, cuando sus contenidos hayan sido mil veces desmentidos por la realidad. Escribes para siempre. Lo que sabemos que no sabemos palidece frente a «lo que no sabemos que no sabemos», en la terminología del bombardero Donald Rumsfeld. La ignorancia no atenuará la exigencia de responsabilidades, porque la historia no admite aplazamientos.

Pese a los esfuerzos de los cronistas cortesanos, el reinado de Felipe XXI y Letizia I ha empezado con escasa afluencia de público en festivo. El rey desata fervores más modestos que Reina Pepe Reina, pero también esta carencia admite una modulación en positivo. Solo puede mejorar. Ha de lograr que sus ciudadanos se sientan importantes, para que le transfieran esa importancia. Nadie sabe la receta, ni quienes la han cocinado con éxito. La única incógnita válida venía envuelta ayer en el tuit aséptico del ultraliberal The Economist. «España tiene hoy un nuevo rey. ¿Será Felipe más popular que el cazador de elefantes de su padre?». Pueden responder en inglés.

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