Nadie en su fuero interno puede defender la monarquía en el siglo XXI, es un modelo obsoleto, basado en una desigualdad de origen que establece una supremacía hereditaria, arbitraria y al margen de la soberanía popular donde reside la verdadera legitimidad del poder. La monarquía supone la perpetuación del privilegio sobre los derechos iguales. Por todo ello nos felicitamos sinceramente de que la abdicación de Juan Carlos I se continúe en su hijo Felipe VI.

En contra de lo que opina la izquierda trasnochada y algunos movimientos emergentes de dudosas vinculaciones caribeñas, la república española está perfectamente representada o simbolizada en la monarquía parlamentaria actual. Hablamos de la república como res-pública, como lo común, los asuntos que requieren del consentimiento de los ciudadanos libres para su gobierno. Les guste más o menos, ha sido esta monarquía la que ha permitido que la democracia se implante en España y nadie puede, sinceramente, decir que queda excluido o que es falso que hemos disfrutado de unos años de progreso inimaginables en nuestra atribulada historia. Don Juan Carlos, con todos sus defectos, ha sido un monarca moderno, valiente y creativo al que agradecemos sus servicios; ha sabido dejar la corona en el momento adecuado, haciéndolo en manos de un Príncipe preparado y valorado.

Lo dijeron algunos portavoces en el debate sobre la abdicación, la forma del Estado no es garantía de nada, pues es un atributo meramente nominal. El mito de la república es un clavo ardiendo o una utopía. Repúblicas son Cuba o Corea y pocas libertades garantizan en comparación a las viejas monarquías europeas como la inglesa, la noruega o la danesa. Defiende Vallespín que la calidad democrática no se ve perjudicada y depende fundamentalmente de que se asiente en instituciones solventes, con prestigio, que garanticen la necesaria imparcialidad y la deseable separación de poderes. Desgraciadamente la clase política en general, en connivencia con sindicatos y algunas élites empresariales y financieras, ha degradado el sistema político contribuyendo a acentuar la crisis económica y al aparente distanciamiento de la población.

Los casos, casi infinitos, de corrupción en todos los niveles, pero especialmente en el autonómico y municipal, sorprendentemente, no han hecho que los ciudadanos nos desvinculemos de la política como la única solución razonable, sino que ha derivado en un auge de partidos minoritarios o noveles a los que se les supone, al menos, el beneficio de la duda. España ha dicho que sí cree en la política, pero no en sus representantes habituales. Ha puesto en duda el valor y la capacidad de las personas sin, de momento, apartarse de los elementos que constituyen nuestro modelo de Gobierno. Sin embargo, ha dado el aviso de que es preciso reformar muchas cosas. Y ese es el reto del nuevo monarca, y así lo ha reconocido. Entre sus prioridades está Cataluña, o sea la continuidad del Estado, y la salud de las instituciones como los partidos, la justicia, etcétera.

Nuestro nuevo Rey debe, desde la ejemplaridad, encabezar el saneamiento del sistema político. Su papel, no se olvide, es meramente simbólico, pero esto es lo que le da el verdadero poder y lo que permite que personas de ideas diferentes con aspiraciones distintas puedan verse representadas en él como personificación de la unidad del Estado. Es un vínculo emocional que actúa como la argamasa dando unidad al conjunto. Su papel pasa por interceder para suavizar las tendencias separatistas que, sobre la base de la diferencia discriminada, buscan la uniformidad que subyace en todo nacionalismo. Su prestigio, que ha de conquistar día a día, tiene que ser el espejo donde se miren políticos, sindicatos y empresarios, porque el tiempo de los atropellos, del saqueo y del todo vale ha terminado. La transparencia y mesura de la Casa Real, divisas que marquen el camino a los representantes públicos.

Tiene un futuro apasionante, incierto y lleno de dificultades, pero esperanzador, y creo que contribuirá a hacer de España un país mejor.