El día 1 del presente mes de junio, el Rey Don Juan Carlos I anunció su abdicación a la Corona de España, máxima institución del Estado asumida en 1975 al fallecer el general Francisco Franco.

Transcurridos casi cuarenta años entre ambas fechas, parece como si en el subconsciente histórico de un notable colectivo de ciudadanos surgiera la cuestión de resonancia shakesperiana argumentada en la siguiente interrogante: si en la década de los setenta la sociedad española pudo pasar de una dictadura a una monarquía parlamentaria y tal hecho supuso un apreciable progreso político, ¿por qué en 2014 no se puede avanzar aún más en cuanto se refiere al principio de la soberanía popular y hacer posible la proclamación de la III República? Además, añaden a tal reflexión el rechazo al mecanismo sucesorio de las monarquías. Tales consideraciones explican las numerosas concentraciones, manifestaciones, asambleas, etcétera, a las que asistíamos actualmente, apuntándose -no con cierta ligereza- a la izquierda «radical» de siempre.

Sin embargo, tal aseveración no es precisa del todo, porque el maremoto político que las circunstancias han generado ha alcanzado también a la izquierda «moderada», es decir, a parte -imprecisa-, de la socialdemocracia representada en nuestro país por el Partido Socialista Obrero Español, en cuyo seno se advierte igualmente la disyuntiva. Y a esta perspectiva sumémosle los sempiternos aldabonazos de los movimientos independentistas catalán y vasco. Y conviene subrayar que los poderes fácticos que en su día se opusieron a la II República apenas recién proclamada, siguen actualmente en su sitio «natural»...

Con mentalidad de ajedrecista, echemos una mirada al tablero: las blancas, enroque en torno a la figura de monarca por parte de los poderes fácticos de siempre y gran parte de la socialdemocracia que ya tuvo ocasión de gobernar en varias legislaturas y con el argumento insoslayable de que el monarca borbónico apoyó -y no sin riesgos- la Transición a la democracia, más la confianza en un heredero del que se asegura estar bien preparado, tal vez, el mejor de los príncipes que se cuentan en Europa. Dentro de la misma izquierda no faltan ciudadanos apuntando que la III República no deja de ser una incógnita.

Los republicanos confesos se parapetan en la situación crítica soportada -como siempre- por la clase trabajadora, consecuencia de la crisis económica en la que no han tenido ni arte ni parte; la corrupción latente en estamentos políticos e instituciones que deberían ser ejemplares, etcétera.

Este modesto ciudadano desea en estos momentos ejercer un derecho democrático: expresar su personal opinión sobre la problemática suscitada en torno a la cuestión que nos ocupa, república o monarquía parlamentaria. Desde ya mis lejanos tiempos de estudiante de Historia de las ideas políticas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Complutense -con don Ricardo de la Cierva como profesor-, no me interesa tanto la forma o institución que me gobierne, como el sistema: dictadura o democracia, señalando de inmediato que es falso adjudicar el primer sistema a la monarquía y el segundo a la república. Podemos constatar en nuestros días la existencia de repúblicas que ejercen -o recientemente- infames y cruentas dictaduras, al mismo tiempo que nos resulta factible contabilizar repúblicas democráticas. Los mismos calificativos políticos los podemos aplicar a las monarquías contemporáneas.

Constatada esta axial cuestión, me corresponde subrayar los pilares o piedras angulares de mi filosofía política -nada original como tal, pero sí esclarecedora para algunos conciudadanos de mi entorno-. Quiero referirme a los principios de libertad, igualdad y fraternidad, como es sabido, el lema inicial de la Revolución Francesa de finales del siglo XVIII e incorporado de forma definitiva a su Constitución en 1880. Su influencia fue notable en los movimientos revolucionarios del XIX y el XX. Al lema señalado se le sumó otra aspiración democrática fundamental: la división de poderes auspiciada por Montesquieu, condición sine quanon no podía categorizar la democracia, como señaló su autor desde el principio de su exposición en el Espíritu de las leyes».

Los movimientos revolucionarios en fases sucesivas pusieron en jaque y terminaron finalmente con las monarquías absolutas, particularmente en Europa. Los principios del constitucionalismo fundamentan la organización del Estado y la emancipación popular; la declaración de los derechos del hombre; la asunción de la soberanía por el pueblo; el principio de la representación para su ejercicio; separación de poderes; supremacía de la ley, etcétera.

Los principios de libertad, igualdad y fraternidad son evidentes en el articulado de los vigentes Derechos del Hombre, universalizados por la ONU.

Creo oportuno cerrar la cuestión inicial con la declaración del líder del Partido Comunista de España que el 4 de julio de 1978 afirmó: «La realidad no corresponde siempre al ideal imaginado». Y la monarquía parlamentaria fue aprobada con el voto del PCE.